El vestido rosa, por
GLORIA GALLEGO
Subía corriendo las
escaleras del portal. Me había comprado por fin el vestido rosa con el que
había soñado el último mes. Hoy no importaba que el portal
estuviera sucio, oscuro, con las escaleras rotas y el olor a orines. Me
sentía contenta y sonreía agarrando con fuerza la bolsa con mi vestido nuevo.
Esta tarde había quedado con él; iríamos al parque y nos besaríamos; le iba a
encantar este vestido, me sentía con el corazón acelerado y temblor en las
piernas. Mientras revolvía el bolso y buscaba la llave para abrir la puerta.
“Tengo que organizarme;
este bolso está lleno de cosas inútiles.”
Tocaba el timbre y mi
madre no contestaba.
“Esta vieja me está
amargando, porque no puede levantarse y ¡¡¡¡abrir!!!!!”
Oía el ruido de la
televisión, en el salón, al fondo del pasillo, como siempre, a todo volumen.
Por fin, las llaves estaban en mi mano y abría la puerta. No me apetecía
saludar ahora a mi madre, gritando “hola” me fui a mi habitación. El pasillo
olía a tabaco; seguro que ella había estado fumando. ¡Qué asco!
Me desnudaba lentamente,
sonriendo ilusionada. La ventana estaba abierta, la cortina descorrida, la
brisa entraba. Mi vecino, como siempre, estaba mirando, hoy más descarado que
nunca. Yo, desnuda, me extendía crema por el cuerpo. Me puse el vestido y las
sandalias blancas. Llegué al fondo del pasillo, al salón a despedirme. Aquella
ventana también estaba abierta; la cortina, descorrida… Mi vecino seguía
mirando y me sonreía, ¡¡¡qué descarado!!! La televisión seguía encendida; su
cabeza estaba caída; el cigarro se había apagado entre sus dedos. Al tocarla
noté su piel fría. Acerqué mi cara a la suya intentando sentir su respiración;
su corazón había dejado de latir.
No puede ser, no. Este no
era un buen momento; este no era el momento que yo había planeado. Yo tenía que
estrenar hoy mi vestido rosa y pasear por el parque.
Cuando levanté la mirada,
mi vecino seguía mirando. Él sabía que mi madre estaba muerta. Me coloqué el
vestido y lo miré. Me colgué el bolso al hombro y salí al pasillo, hacia la
puerta. No iba a arruinar mi tarde, quería estrenar el vestido… Ya veríamos
después.
Al abrir la puerta, mi
vecino abría la suya.
Cuando vuelvas tendremos
que hablar, ¿no crees?
No contesté, bajaba las
escaleras sonriendo, el vestido rosa, suelto, se movía al ritmo.
Mis piernas temblaban; me
agarré al pasamanos y bajé las escaleras moviéndome al ritmo de las sandalias
de tacón blanco.
Sonreía.
Ya vería, tendría que
ocuparme también de él.
Una
caída morrocotuda por unas escaleras me mantenían en casa con una baja que no
terminaba nunca.
Mis
rutinas diarias, como subir una persiana, agacharme a meter un plato en el
lavavajillas o coger la bolsa de la basura, eran el termómetro de mi mejoría. El periódico,
los libros, las llamadas de mis amigos, me entretenían, pero lo que realmente
me daba vida era la ventana del cuarto de estar.
Todas
las mañanas me sentaba y observaba la
calle. Hiciera sol o lloviera el trasiego de gentes no paraba.Generalmente,
siempre eran los mismos y a las mismas horas. La mujer que llevaba los niños al
cole; el ejecutivo que esperaba el autobús por no sacar el coche; la chica que corría
para abrir la tienda de al lado y el metódico que diariamente tiraba a la
papelera la servilleta con la que se limpiaba el sobrante de grasa de los
churros que acababa de desayunar en el bar de abajo.
La
vida fluía y yo no era nada más que un simple espectador, no pertenecía a la
corriente. Unas horas más tarde, la mujer regresaba con los niños; el ejecutivo
se bajaba en la parada de enfrente; la chica de la tienda caminaba cansada en
el sentido contrario y, poco a poco, la noche iba cayendo.
Un día,
apareció un nuevo personaje. Un hombre de mediana edad, bien parecido, elegante
de formas. Se sentó en un banco de la acera y allí estuvo un rato. Al día
siguiente, lo mismo, y así varios días. Llegaba, se sentaba, miraba hacia el jardín
que tenía enfrente y luego se levantaba y se iba. ¡Qué curioso!
Al
cabo de varios días, por entre los barrotes del jardín, salió un ser sucio,
desnutrido y temeroso .El hombre lo llamo y, pegado al suelo y tembloroso,
cruzó los escasos metros que había entre la verja y el banco .El hombre sacó
algo del bolsillo y se lo dio a comer; el perro lo cogió tímidamente y salió
corriendo hacia su escondite.
Esta
escena se sucedió durante varios días; el perro llegó, incluso, a asomarse
entre los barrotes antes de que llegara el hombre. Ese momento ya era una
alegría para ambos. El perro salía confiado, se dejaba acariciar; algunos
transeúntes hasta se volvían para seguir contemplando la escena.
El
ultimo día que los vi, el hombre sacó de una bolsa un collar; rodeó el cuello del perro y muy contentos los dos
se fueron calle abajo. No volví a verlos .Los eché de menos durante unos días,
pero, al poco tiempo, yo también me uní a la corriente de la vida.
Mi barrio, desde mi ventana, por OLGA GALLEGO
En un barrio con tanto jardín y césped es muy fácil que proliferen los dípteros, vamos los mosquitos, que cada noche se cebaban conmigo. Amanecía llena de picaduras. Según mi hermana me picaban sólo a mí porque los mataba y era la manera que tenían sus familiares de vengarse. Así pasaba el calor, víctima de una “vendetta” díptera. Mi padre, que siempre ha sido muy ocurrente, pensó que lo mejor para librarnos de los mosquitos era poner una mosquitera, pero no una malla, no, sino una de esas que van conectadas a la red y que literalmente "fríen" al mosquito. Tienen una luz azulada, como las de las discotecas, rodeada por una rejilla electrificada que es la que los ejecuta. Fue mano de santo, ni un sólo mosquito se atrevía a asomarse a mi ventana, pero no sucedió lo mismo con las polillas. Eran atraídas por la luz y resultaban tan grandes que la rejilla no era capaz de matarlas, así que fueron tomando posesión de la habitación. Entrabas y al dar la luz se formaba tal revuelo de polillas que parecía más un mariposario que un dormitorio. Duró poco el mosquitero. A los pocos días me libré de las pero volvieron los mosquitos. Para evitar convertirme en su objetivo una noche tras otra, tomé la determinación de no encender la luz con la ventana abierta, lo que resultaba bastante complicado en las noches calurosas de julio.
Mi barrio, desde mi ventana, por OLGA GALLEGO
Yo vivía en un cuarto piso sin ascensor
en un barrio de las afueras de Madrid. Apenas sesenta metros cuadrados para
repartir con mis tres hermanos y mis padres; en algún momento tuvimos hasta
perro, algún que otro hámster, un periquito, conejos y pollitos de colores, de
esos que te regalaban al comprar una docena de huevos, o un cartón, no lo
recuerdo exactamente. Como el espacio era breve había que compartir
habitación y como éramos dos y dos, las chicas teníamos una y los, otra. La
nuestra era la más grande y luminosa con una ventana que daba al exterior y por
la que podía ver los jardines, oír el toque de los cuarteles y oler, “hummm” el
olor del barrio...
Es un día soleado de marzo, las flores
empiezan a brotar y sus olores impregnan el aire. El árbol del paraíso está
cuajado de flores y su fragancia se extiende por todo el barrio y llega a mi
ventana. Este olor y el del césped recién cortado son los dos aromas que me
transportan a mi infancia y juventud y que siempre me recuerdan al
barrio.
Es agradable notar el sol a través de la
ventana y mejor aún abrirla y asomarse. La mezcla de olores, el calor y el
viento en la cara son suficientes para alejarme del bullicio de la casa. Me
gusta mucho esta ventana; no es que sea especialmente grande ni, pero es mi
ventana. Bajo ella tenemos una cama y me paso horas allí sentada asomada a mi
pequeño mundo. Tengo una planta y me gusta cuidarla y regarla. La voy podando y
observo cómo va cambiando gracias a mis atenciones, cómo los brotes jóvenes
crecen con más fuerza si eliminas la vieja ramita de abajo y cómo las hojas
brillan si le quitas el polvo de vez en cuando. También tengo velas que me
gusta encender por la noche y sentarme a contemplar su llama mientras me fumo
algún que otro cigarrillo.
Sí, esta ventana también es testigo de mis primeras incursiones en el mundo del tabaco. Fumar asomada a la ventana queda muy chic y hay que reconocer que resulta muy práctico para impedir que el humo se cuele en toda la habitación, el humo no sé, pero el olor se colaba aunque pusiese todo el cuidado del mundo.
Sí, esta ventana también es testigo de mis primeras incursiones en el mundo del tabaco. Fumar asomada a la ventana queda muy chic y hay que reconocer que resulta muy práctico para impedir que el humo se cuele en toda la habitación, el humo no sé, pero el olor se colaba aunque pusiese todo el cuidado del mundo.
En un barrio con tanto jardín y césped es muy fácil que proliferen los dípteros, vamos los mosquitos, que cada noche se cebaban conmigo. Amanecía llena de picaduras. Según mi hermana me picaban sólo a mí porque los mataba y era la manera que tenían sus familiares de vengarse. Así pasaba el calor, víctima de una “vendetta” díptera. Mi padre, que siempre ha sido muy ocurrente, pensó que lo mejor para librarnos de los mosquitos era poner una mosquitera, pero no una malla, no, sino una de esas que van conectadas a la red y que literalmente "fríen" al mosquito. Tienen una luz azulada, como las de las discotecas, rodeada por una rejilla electrificada que es la que los ejecuta. Fue mano de santo, ni un sólo mosquito se atrevía a asomarse a mi ventana, pero no sucedió lo mismo con las polillas. Eran atraídas por la luz y resultaban tan grandes que la rejilla no era capaz de matarlas, así que fueron tomando posesión de la habitación. Entrabas y al dar la luz se formaba tal revuelo de polillas que parecía más un mariposario que un dormitorio. Duró poco el mosquitero. A los pocos días me libré de las pero volvieron los mosquitos. Para evitar convertirme en su objetivo una noche tras otra, tomé la determinación de no encender la luz con la ventana abierta, lo que resultaba bastante complicado en las noches calurosas de julio.
Te metías en la cama, corrijo te echabas
sobre la cama, porque con el calor resultaba insoportable meterse bajo la
sábana, y cuando empezabas a coger el sueño se colaba por la ventana el
mosquito perdido que comenzaba a zumbarte en el oído. Para matarlo, encendía la
luz, que como un faro en la costa atraía a los demás, y vuelta a empezar.
Otras , las reinas eran las cotorras,
sí, sí, cotorras. Aves exóticas, o pájaros tropicales que les digo yo, que
desde la Casa de Campo se han extendido por distintos barrios de Madrid, el mío
entre ellos. Estos pájaros se agrupan en colonias y hacen grandes nidos en los
árboles. Son muy invasores y además son superescandalosos, sobre , al amanecer.
Con los primeros rayos de sol despierta la colonia y sus píos y graznidos se
extienden por el barrio y entran por mi ventana despertándome cada mañana. Y, si
no lo hacían ellos, era el toque de diana de los cuarteles de la zona: ti
tirititi tiri tiri tiri...
Hace ya muchos años que no vivo en esa
casa ni en ese barrio, pero su recuerdo permanece en mi memoria, y para que el
mismo perdure escribo estas líneas, que expresan cómo percibía yo mi barrio
desde mi ventana.
Ventanal con vistas, por EMILIA RUIZ
Queridas amigas:
Hoy es viernes. Hace apenas un minuto eran las 10,30. Aún se oye un
murmullo en los pasillos del instituto, algún alumno díscolo empeñado en andar
zascandileando en vez de en su aula, su pupitre, que siente como su prisión.
Estoy en el departamento de Lengua, en mi hora de atención a padres. Hoy no
ha venido nadie, de manera que he podido sentarme a pensar, a disfrutar de mi
primera mandarina otoñal y, así, sin quererlo, en el gesto recostado sobre el
sillón en el que me hallo, mis ojos se han sentido atraídos por la luz exterior
que me llega a través de la ventana.
Después de los amagos tormentosos de principios de semana, terminamos, a
dios gracias, con una mañana clara y templada. Sólo se aprecian algunas nubes
de recovecos grisáceos en el horizonte, encaramadas en lo alto de las montañas
que desde aquí se divisan.
El primer edificio que sobresale sobre los demás es la iglesia de
Valdemorillo, que debe ser bastante antigua, y que se localiza en el centro del
pueblo. Alrededor de la torre se condensa el rojizo de los demás tejados. Más
allá, ya se extiende el verde, ininterrumpidamente, hasta El Escorial. Veo
desde mi ventana nuestro pueblo y sé que, al fondo, aunque no pueda apreciarlo
con nitidez, se levanta el regio Monasterio.
Nunca pensé que pudiera llegar a acostumbrarme a estos paisajes serranos y
a sus cambios de escenario estacionales, del marrón de noviembre al blanco y
gris invernales y el verde intenso y frondoso de mayo. Lejos quedan mi mar, las
palmeras, limoneros y llanuras semidesérticas de plástico. El tiempo todo lo
ajusta. Ahora sé que estoy donde debo y necesito. Aquí están mi hogar, mi
trabajo y mi remanso de paz.
Todo esto pienso mientras miro y contemplo el mundo desde mi ventana, pero,
si en vez de posar la mirada en los confines que hay detrás del cristal, me
asomo por mi ventanuco interior, el que conecta con el laberinto de mi alma, sé
que podré quedarme igualmente absorta y reflexiva. Os diré que, desde aquí, en
este momento vital que quiero pensar que se encuentra en la mitad del camino de
mi vida, puedo divisar con perspectiva, y desde la madurez de mis cuarenta
recién cumplidos, los acontecimientos del pasado; soy crítica conmigo misma y
con mi historia, pero me siento satisfecha con todo lo cosechado hasta el
momento, a golpe de esfuerzo, a golpe de suerte.
Ahora, al mirar mi horizonte interior, lo que más valoro, sin duda, es la
sensación de libertad que me embarga; me siento dueña de mis designios, segura
de mis principios. Por primera vez en mucho tiempo, no siento angustia ante el
devenir de la vida. Doy la bienvenida a cada día como una oportunidad para
crecer, para aprender, para ofrecer lo mejor de mí misma y enmendar mis
desatinos. No me hace zozobrar la inquietud de no saber qué será de mí mañana.
Nadie lo sabe. No es bueno sufrir por lo que aún no ha pasado.
Si tuviera que elegir colores para decorar este mundo mío, el de dentro,
creo que elegiría tres, azul, verde y amarillo, en su versión más tenue.
Retratan mi calma y buena energía. Quizá haya algún día borrascoso, pero habré
de difuminarlo a pinceladas.
La paz de este instante parece que será en breve interrumpida. Realmente no
me importa, pues este bullicio estudiantil que ameniza mi día a día es
realmente otra de las grandes fuerzas por las que me siento movida en este
momento. Con mis alumnos descubro nuevos paisajes a diario. Intento mostrarles
el mundo desde mi ventana, la de profesora, de fondo verde y marco de pizarra.
Lo que allí escribo, el mensaje que retrato, confío en que pueda llegar a
convertirse en un complemento más para la decoración de su futuro escenario
vital. Quizá, cuando un día se sienten a mirarse por dentro, recuerden a quien
les abrió la ventana por primera vez.
Suena el timbre. Cierro el cristal, por si mañana llueve y ya no estoy.
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