Inacito
y yo éramos vecinos del barrio. Vivía en el portal de al lado de mi casa, y tal
vez porque tan solo había nueve días de diferencia entre nuestros nacimientos,
todo nuestro entorno tuvo siempre claro que éramos novios y nosotros lo
asumimos así de una forma natural. No hubiera podido ser de otro modo, de
ninguna de las maneras.
Por
edad, yo estaba un poco descolgada de los grupos de chicas. Estaban las mayores
con dos o tres años más que yo, y las pequeñas, con la misma diferencia de dos o
3 años, pero menores que yo. Así pues, Inacito y yo fuimos aliados naturales
durante los años de nuestra infancia.
Me
encantaba su familia, sus padres: Ignacio y Mercedes; los hijos, Merceditas e
Inacito.
Una
familia típica de los años 60 en cuanto a los nombres se refiere; no eran los
únicos del bloque que repetían en sus hijos sus mismos nombres; amables,
siempre con una sonrisa en los labios y una palabra agradable para cada
persona. No recuerdo haberlos visto enfadarse nunca, ni aunque nos pasáramos
toda la tarde pegando balonazos contra la pared de su casa en el transcurso de
nuestro juego infantil… Ahora que lo pienso creo que a Mercedes, la madre,
había que hablarle en un tono más bien alto porque era un poco dura de oído, lo
cual no resta ni un milímetro la generosidad de su actitud para con “los
niños”.
Inacito
tenía el pelo rojo y la cara llena de pecas. No le cabía ni una más; nunca lo
vi moreno, no sé a ciencia cierta, si porque por aquel entonces no muchas
familias iban de vacaciones a la playa o al campo, o porque a él en particular
le resultaba imposible broncearse debido a la peculiaridad de su piel.
Estábamos
en los mismos equipos de juegos, e incluso cuando éramos oponentes, siempre que
podíamos y cuando los demás no nos veían, procurábamos echarnos una mano o hacer
la vista gorda para que el otro tuviera más oportunidades a la hora de ganar.
En
mi séptimo cumpleaños me regaló una figurita de cerámica de un pez, entre verde
y amarillo, que me pareció en aquel momento el colmo de la delicadeza y el buen
gusto. Lo tuve durante muchos años, hasta que desapareció en una de esas
mudanzas que tanto me gusta hacer.
Pese
a ser un noviazgo “consentido” por nuestras familias y amigos y aceptado por
los protagonistas, con el desenlace natural de los hechos, no recuerdo que
entre nosotros hubiera absolutamente nada de carácter sexual, ni cogernos de la
mano, ni un beso, ni jugar a los médicos… En fin, más que novios parecíamos un
matrimonio perfectamente acoplado después de años y años de convivencia.
¡Qué
momento! No puedo remediar estar recordando esta historia y tener una sonrisa
en los labios.
¡Qué
ternura más grande! Ahora que mi vida está llena en su mayor parte de pasado,
muchas veces me sorprendo pensando en personas y situaciones que hace muchísimo
tiempo creí olvidadas entre una enorme capa de vida y rutinas diarias. De entre
ellas, Inacito es una de las que tengo guardadas en mi memoria con más nitidez
y cariño.
Hará
más o menos un año, en uno de estos ataques de nostalgia. Busqué su nombre en
Google; me encantó comprobar que allí figuraba su perfil profesional, ligado a
la investigación, los inventos y las patentes. Se me había olvidado comentar lo
listo que era y las buenas notas que sacaba en todas las asignaturas.
Me
sentí orgullosa de sus logros; contenta de haber contribuido en una parte
ínfima a ello y feliz, al comprobar que aún compartíamos nuestra existencia
sobre este planeta.
Primer amor,
por Olga Gallego
Uf,
vaya temita más raro para una clase de psicología. El primer amor. Pero a quién
puede importarle el primer amor de alguien como yo, una asesina en serie
con más de quince muertes en mi expediente. Será para analizar mi pensamiento y
saber en qué punto se torció, ¿cuándo mi naturaleza pasó de "niña
encantadora" -como decían mis padres- a "brutal asesina" -como
afirmaban todos los periódicos-? ¿Qué me pasaría para pasar de jugar a las
casitas y preparar el té para mis muñecas a jugar a los horrores y matar a todos
mis amantes? Bueno, a todos no, sólo a aquellos que me recordaban a mi primer
amor.
Era
una tarde lluviosa de otoño en un mes de noviembre de hace ya un montón de
años... Mi madre me había mandado a un recado y, al entrar en la tienda de
ultramarinos, lo vi salir. Moreno, ojos azules, sonrisa picarona y un no sé qué
en la mirada que te derretía por dentro. “Adiós, preciosa”, me dijo al pasar a
mi lado, se me erizó el vello de todo el cuerpo y en ese instante lo supe: era
el elegido, sólo él, y nadie más, podría hacerme temblar y estremecerme de
aquella manera. En tal estado de confusión me dejó que volví a casa sin el
recado y mi madre me castigó sin cenar, pero me daba lo mismo, lo había
encontrado y ya nunca iba a dejarle marchar.
Pasé varias semanas merodeando por la tienda hasta que por fin un día lo vi, desaliñado y sucio, que entraba en la ferretería, la tienda contigua al ultramarinos. Era fontanero y tenía una “pickup” de color azul, con la parte trasera repleta de la herramienta necesaria para su trabajo, aparcada en el callejón. Me escurrí bajo la lona con el propósito de esperar el mejor momento para darme a conocer. Desconozco el tiempo que pasé allí escondida, pero debieron ser horas, porque me dormí un par de veces y tenía frío, además me dolía la tripa de hambre.
Pasé varias semanas merodeando por la tienda hasta que por fin un día lo vi, desaliñado y sucio, que entraba en la ferretería, la tienda contigua al ultramarinos. Era fontanero y tenía una “pickup” de color azul, con la parte trasera repleta de la herramienta necesaria para su trabajo, aparcada en el callejón. Me escurrí bajo la lona con el propósito de esperar el mejor momento para darme a conocer. Desconozco el tiempo que pasé allí escondida, pero debieron ser horas, porque me dormí un par de veces y tenía frío, además me dolía la tripa de hambre.
Era
ya de noche y no sabía dónde estaba, me armé de valor y salí. Todo estaba
oscuro y en silencio, la “pickup” estaba aparcada en la puerta de una granja,
pero... Espera un momento ¡no puede ser! ¡es mi casa! Lo vI todo claro. ¡Él
también se había fijado en mí y había ido a buscarme, esa tarde en la puerta
del ultramarinos sintió lo mismo, y yo como una idiota escondida mientras que
él me esperaba! Eché a correr hacia la puerta; es curioso, pero lo recuerdo
todo como en un sueño. Mi madre y sus amigas estaban en el salón tomando una
infusión y mis hermanos veían la televisión. Cuando llegué a la puerta él
apareció por el lateral de la casa, llevaba una botas altas -como los pescadores-,
guantes y chubasquero. Ni reparé en el cubo que llevaba en las manos, me eché
sobre él abrazando su cuello y entonces lo noté. Un hedor insoportable se
colaba por mis fosas nasales y mi garganta bloqueando mi cabeza, escuchaba las
risas de mis hermanos y los gritos de mi madre, pero no distinguía lo que decía,
sólo veía la cara de "mi amado", que con los ojos muy abiertos
repetía una y otra vez: “pero, pero, pero...”.
¡Me
bañó de mierda de la cabeza a los pies! Un atasco en la bajante a la fosa
séptica fue la causa de que mi madre llamara al fontanero. Desde ese día cuando
me decían “adiós, preciosa” necesita calmar lo que me ardía por dentro, y así
seguiría de no ser porque mis estúpidos hermanos decidieron vender la granja
familiar, con su fosa séptica incluida. Y es que, es tan difícil deshacerse de
un cadáver en la ciudad, con esos pisitos y sus escaleras y rellanos y, sobre
todo, con sus vecinos.
El primer amor, por Ana Donate
Qué bonito recordar aquel sentimiento, tan limpio y
tierno de mi infancia, hacia aquella personilla tan entrañable y cariñosa que
robó me el corazón dos veces.
La primera ocasión de este enamoramiento tuvo lugar
cuando teníamos entre 5 y 6 añitos; él era mi vecino de fines de semana y
vacaciones de verano, tenía una sonrisa preciosa cuando te miraba y era como
una luz enorme que iluminaba la estancia donde estuvieses.
Fue un amor muy bonito, tierno y sentido para mí, que
soy muy emotiva, enamoradiza y sentimental desde pequeñita.
Al cabo de los años, ese amor infantil que nunca se
olvida volvió a llamar a las puertas de mi corazón. Yo ya era más mocita y el
sentir fue distinto, de otra manera, en cierta forma fue volver a disfrutar ese
sentimiento que se había adormecido en mi corazón. Él seguía siendo igual de
ladronzuelo de corazones, con esa sonrisa pícara que tenía; robaba el corazón a
cualquier chica con la que se cruzara. Este amor que yo sentía se fue
transformando en una gran amistad que perduró a lo largo de los años. En mi
corazón siempre existió un rincón muy especial para él. Tristemente, la vida
decidió que se fuera para siempre, pero yo le sigo teniendo muy presente en mi
corazón.
Esperando
al chico de la gabardina, por Emilia Ruiz
Mi madre no hace más que decirme que
soy muy cría todavía para estar pensando en chicos, que tengo que centrarme en
los estudios, porque son los que me abrirán las puertas del futuro. Y digo yo,
¡qué será eso del futuro!; creo que se refiere a cuando yo sea como ella y esté
con hijos y tenga que preocuparme de lo que valen la leche y las galletas. Se
pone muy pesada con que no podemos comprar todo lo que se nos pase por la
cabeza; al parecer, no nos llega el dinero para acabar el mes. Y no veas cómo
me enfada no poder desayunar lo que me gusta, pero todavía más aún que no me
compren los pañuelos que venden en el mercadillo de Móstoles y que tanto me
flipan. ¿Qué culpa tengo yo de la luz, el agua o el gas? Sólo quiero que él me
vea muy guapa, que se acerque a decirme lo mucho que le molan mis zapatillas
nuevas y que me mire como si no hubiera nadie más alrededor.
Lo veo en mis sueños. En realidad,
cuando me voy a dormir lo que hago es cerrar los ojos e imaginar que mi
espíritu se separa de mi carne y viaja desde mi habitación, por todo el pueblo,
hasta la suya. Puedo entrar en su casa, verle con su familia, cenando, viendo
la tele o pensando en mí cuando ya se queda solo en la oscuridad de su cama. Y
así, con el alma de excursión, termino cogiendo el sueño hasta el día
siguiente.
Hay otras niñas que siempre revolotean
a su alrededor. A mí se me llena la cabeza de rabia e impotencia. Quiero ser yo
en quien se fije. Y sé que lo hace. Siento que cuando se encuentra conmigo sólo
existo yo, Y entonces, siempre se acerca a mí, me dice que le gusta el color de
mi jersey y el de mi pañuelo, agarra mi mano y me lleva hasta donde se apagan
las luces y ya no hay calles, para contarme qué es eso de besar, mientras me
muestra el mapa de estrellas y caricias que el cielo de noche custodia.
En clase ando siempre perdida,
ausente. Me da igual el examen de ciencias y los quebrados o las fracciones. Yo
todo lo quiero entero, sin dividir, que un beso repartido no sabe igual y te
deja con sensación de que algo se ha perdido entre los nervios y la emoción de
poder ser descubierto sin querer.
“Continuamos con la lectura de la
semana pasada, la de Los amores lunáticos, ¿os acordáis? Ya sabéis, en
voz alta, que os veo muy atropellados y si no sois capaces de seguir la música
del texto no podréis llegar a entenderlo”. Es un poco peculiar esta profesora.
Sólo está con nosotros dos horas a la semana y no sé si alegrarme o escribir
una carta al director para que hagan el favor de traerla todos los días. Dice
que no, que tanto ejercicio de Lengua nos va a terminar secando el cerebro; se
pone muy seria cuando empieza a explicarnos por qué a leer y a escribir se
aprende tirándose a la piscina ésa de la que siempre habla. No sé si me entero
mucho de qué va esto, pero siempre salimos de clase con alguna historieta suya
bajo el brazo.
Ese lunes continuamos con el librito
que llevamos intentando terminar desde noviembre. Entre las risas de unos y las
bolas de papel de Juan, el follonero de la clase, no hay manera de que pasemos
de capítulo. A tropezones, por lo mucho que molestamos y los parones que hace
la profe para explicarnos el significado de algunas palabras, llegamos a la
página 45, en la que a todos, en especial a las chicas, se nos dibujó una tonta
sonrisa en los labios. Allí, el protagonista describía su beso con la guapa del
libro, “su almíbar emocionado al rozar ese contorno rosa de sus labios…”. No
creo que entendiera todas las palabras, pero las chicas y yo nos miramos como
diciendo “eso sabe a beso, a uno de los dulces” y nos echamos a reír, con
nerviosismo de “pava quinceañera”, que dice mi hermano.
“A ver, chicos. ¡Cómo sois, de verdad!
Parecéis recién salidos del cascarón… ¡Ay, qué hermosa inocencia!”. Más risa se
me venía a la cabeza de escucharla hablando de “candidez” y “sentimentalismos”,
que decía ella. No tengo muy claro que los mayores sepan qué gusanillo nos
atrapa el estómago cuando soñamos con que el chico que más nos gusta nos besa
en los labios…
- Igual creéis que yo soy
extraterrestre y no sé qué es eso del primero beso potente, el del primer amor…
- Cuéntalo, profe. ¿Tú te acuerdas del
primer chico que te besó?
-¡Que si me acuerdo, dices; anda que
estás tú buena, niña! Esas cosas no es que se recuerden, es que se quedan
grabadas a fuego, para siempre, en las neuronas sabias, las de la memoria
eterna… ¡Cómo iba a olvidar ese 30 de enero de 1992!
-¡Hala, profe! ¡Ahora dirás que hasta
de la hora te acuerdas!
-¿Lo dudáis? Mira, esto no va a ser
clase de Lengua. Va a ser el tema 0, dedicado a “episodios memorables de la
vida y la obra”… Yo tenía vuestra edad, más o menos. Ahora, ya os lo adelanto,
que ni móviles, ni mensajes instantáneos ni historias tecnológicas; nosotros no
recuerdo cómo quedábamos, pero, una vez concertada la cita, no había marcha
atrás, porque, en caso de arrepentirte, o buscabas en el listín telefónico el
número de la casa del chico o chica, arriesgándote a que se pusiera su padre,
o, lo que es peor, su madre, o simplemente dejabas que al individuo le salieran
canas esperándote en el sitio de marras. Cuando a mí, aquel muchacho de paso
elegante me dijo “te espero a las ocho y cuarto en el Yes” supe que
tenía que presentarme como a una guerra, puntual y sin miedo, no a las ocho,
sino a las siete y media, no se me fuera a hacer tarde. Mi amiga Mari, que no
es muy de arreglarse, me prestó un pantalón de peto color burdeos y yo lo
combiné con una blusa de flores alegres; mi zapatones con cordones, como era
moda, y un abrigo de paño azul marino. ¡No te rías, que bien mona que iba”.
A todos se nos iban las risas; parecía
una chalada sacada de la televisión antigua, la que mi padre tiró hace poco y
pesaba una tonelada, con pantalla de vidrio y colores chillones. Pero era
gracioso escucharla…
“Cuando llegué, creyéndome puntual, me
di cuenta de que él me había ganado. Llevaba una gabardina y, con ella aún
puesta, jugaba al billar, él solo, como si fuera un hombre de catorce años. O
estaba loco o Paul Newman se estaba encarnando, masculinamente serio, con aire
de seductor, delante de la pazguata del pueblo de al lado, que era yo. Y con
cara de boba me quedé, observando cómo aquellas bolas de colores iban de acá
para allá sobre su mesa de baile. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que él
me sugirió salir a la calle, a pasear y charlar, que aun siendo enero no se notaba
frío cerca del mar. Y allá que nos fuimos, callejeando y parloteando sobre sabe
Dios qué. Llegamos a la puerta del cine de verano; no había nadie que anduviese
en invierno merodeando el contorno, así que nos sentamos tranquilos en un banco
de piedra blanca, como si fuésemos a recoger las entradas de la sesión
continua. El mejor primer plano, el de ese mágico beso…”.
A mí esta profe me mata. ¿¡Qué hace
contándonos esas cosas!? No sé qué iba a pensar mi madre si nos viera a todos
por un agujerito, con cara de bobos, escuchando las historias de esta pirada de
los dictados y las redacciones.
“… Su mano, de dedos finos y
alargados, se deslizó sobre mi cabeza, acariciando mi pelo, bajando hasta
alcanzar el cuello y, entonces, ciñéndolo contra él, hizo que mis labios
terminaran encontrándose con los suyos. De repente, se me olvidó dónde estaba;
durante segundos, que me parecieron horas o días o una vida entera, se me había
anegado el estómago de mariposas y sentía la miel de su boca en mi boca…”.
En seguida saltó Ana, rompiendo la
magia, “¡y sentiste que se te derretía el cerebro! ¿a que sí, profe? Eso me ha
pasado a mí. El muchacho con el que voy ahora es un poco mayor que yo. No
creas, no ha pasado nada de mayores… Pero, cuando me besa, yo también tengo mariposas
de ésas…”.
Nos miró sonriéndose, comprendiendo.
Le preguntamos si aquel chico fue su novio de siempre. No recuerdo bien lo que
nos respondió, pero entendí que no, que “sus besos iban y venían, pero nunca se
quedaron”. Yo no quería que a mí me pasara eso. ¡Qué triste! Si es verdad que
le gusto y que los colores de mi pañuelo son los más bonitos del mundo, pues
tiene que ser así para siempre. Porque el amor es para siempre, ¿no, mamá? “Ay,
hija, claro, pero el siempre no es siempre el mismo; es un siempre distinto,
con el amor de antes, pero no el de siempre”.
No me entero de nada con esta madre
mía, que o no sabe o me está engañando. Su marido es el mismo marido de
siempre, pero ¿su amor no es como siempre? ¿Hasta cuándo dura el siempre?
¿Aguanta hasta que uno se muere y el otro, roto en tristeza, le llora? ¿O el
siempre no entiende de muertes y se alarga incluso después, en el más allá,
aunque allí no haya besos ni mariposas?
Me angustian al final tantos “siempres”
cuando aún no tengo ni un ahora, porque digo yo que poco promete el final si no
se arranca ya la película. Espero el día, impaciente. Quizá no lleve blusa de
flores y abrigo azul, que eso ya no se lleva, pero acudiré puntual a mi cita con
mi chico de gabardina color tierra y paso elegante. ¡Ay, que no, que ese era el
del billar, el de mi profe! Bueno, mi media naranja vendrá a darme ese beso, yo
espero que en primavera, y no en enero.
“En los tiempos antiguos existieron
unos seres que eran mitad hombre, mitad mujer, reunían ambos sexos en un solo
cuerpo. Se llamaban andróginos y osaron querer invadir el Olimpo de los dioses.
Así que Zeus decidió castigarlos lanzándoles un rayo y separándoles para
siempre. Cuenta la leyenda que, desde entonces, los hombres y las mujeres vagan
por el mundo buscando a su otra mitad, la que debería completarles y hacerles
sentir plenos. De ahí lo que conocemos como “la media naranja”, que hace que
todos pasemos la vida esperando encontrar a “mi otro yo, el que me falta”. Yo
quiero esa mitad, que apuesto a que es él, porque estoy segura de que, cuando
me mira, nuestras cortezas de naranja se ajustan perfectamente; estamos
destinados a ser lo mismo, para siempre, aunque luego el siempre decida ser
distinto al de ahora, aunque se arrugue la piel de esta naranja o incluso se
poche por alguno de sus lados.
Y sobre esto, mi profesora, la de los
besos con el de la gabardina, nos da la solución para ahuyentar preocupaciones,
porque dice que, aunque es muy bonito encontrar a la persona con la que
complementarse y con quien compartir mariposas, lo que debería importarnos es
encontrar a la otra mitad, la que nos falta, dentro de nosotros mismos, porque,
como dice, el primer amor verdadero es el que encontramos en nuestro interior.
No termino de entenderlo, pero me parece que quiere decir que antes de nada hay
que quererse a uno mismo, que dentro de nosotros está la verdadera media
naranja, y que, si luego, como regalo, la vida nos trae limones, pues mira tú
qué bien. Puede que andemos esperando a alguien de fuera, cuando nuestro yo de
dentro nos está desde hace años buscando. Me gusta la idea, porque digo yo que
solteros hay por el mundo, como mi tía, que también tienen derecho a ser
felices, aunque no tengan ni mitad ni cuarto de ninguna fruta. Pero, a mí,
estoy segura de que me encontrará él, más que nada porque en este pueblo me
parece a mí que no hay mejor mitad que la mía.
Y después del primer beso se ve que
hay muchos. Hasta que uno termina queriendo echar raíces. Y esa fue la última
clase de mi profesora. Nos contó que el primer regalo que recibió fue un
marquito de plata, con una foto en la que ella posaba con alguien especial, y
que llevaba grabados dos nombres, Baucis y Filemón, qué bien raros son, quizá
porque suenan a antiguo.
“Cuentan que, un día, Zeus, el que más
mandaba en el monte de los dioses, y Hermes fueron a un pueblito enmascarados,
a pedir asilo y atenciones. Nadie les hizo caso, salvo un matrimonio que, con
toda la generosidad, aun desconociendo quiénes eran en verdad los que a su
puerta llamaban, dieron de comer y de beber y les brindaron un lecho. Como
recompensa, admirados de su entrega desinteresada, Zeus les concedió un deseo,
lo que quisieran, y ellos no pidieron tesoros o la inmortalidad. Sólo deseaban
envejecer juntos hasta el final de sus días, eso sí, sin que ninguno de ellos
tuviera que ver morir al otro. Antes de que eso sucediera, los dioses
permitirían que los ancianos se convirtiesen en árboles, un roble y un tilo, de
manera que su amor no muriese, sino que se perpetuase a través de sus hojas,
sus troncos y sus raíces”.
¡Me pareció un final tan hermoso! No
es que esté yo ahora pensando en hacerme viejecilla ni en convertirme en árbol,
pero quizá para el futuro ése que tanto preocupa a mi madre… No es mal final.
Digo yo que igual se refiere ella a eso cuando me habla del amor de siempre que
no es como siempre. A lo mejor no es el mismo de antes porque ya anda
transformándose en tronco y en rama leñosa. Bueno, no sé. Es tontería
preocuparse de las raíces cuando aún no ha germinado esta semilla. Sigo
esperando al chico de la gabardina, al del primer beso, mientras elijo el color
de mi pañuelo de hoy.
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