martes, 22 de agosto de 2017

PRIMER AMOR


Ignacio A. S., “Inacito”, mi primer amor, por Marisa Bono

Inacito y yo éramos vecinos del barrio. Vivía en el portal de al lado de mi casa, y tal vez porque tan solo había nueve días de diferencia entre nuestros nacimientos, todo nuestro entorno tuvo siempre claro que éramos novios y nosotros lo asumimos así de una forma natural. No hubiera podido ser de otro modo, de ninguna de las maneras.

Por edad, yo estaba un poco descolgada de los grupos de chicas. Estaban las mayores con dos o tres años más que yo, y las pequeñas, con la misma diferencia de dos o 3 años, pero menores que yo. Así pues, Inacito y yo fuimos aliados naturales durante los años de nuestra infancia.

Me encantaba su familia, sus padres: Ignacio y Mercedes; los hijos, Merceditas e Inacito.

Una familia típica de los años 60 en cuanto a los nombres se refiere; no eran los únicos del bloque que repetían en sus hijos sus mismos nombres; amables, siempre con una sonrisa en los labios y una palabra agradable para cada persona. No recuerdo haberlos visto enfadarse nunca, ni aunque nos pasáramos toda la tarde pegando balonazos contra la pared de su casa en el transcurso de nuestro juego infantil… Ahora que lo pienso creo que a Mercedes, la madre, había que hablarle en un tono más bien alto porque era un poco dura de oído, lo cual no resta ni un milímetro la generosidad de su actitud para con “los niños”.

Inacito tenía el pelo rojo y la cara llena de pecas. No le cabía ni una más; nunca lo vi moreno, no sé a ciencia cierta, si porque por aquel entonces no muchas familias iban de vacaciones a la playa o al campo, o porque a él en particular le resultaba imposible broncearse debido a la peculiaridad de su piel.

Estábamos en los mismos equipos de juegos, e incluso cuando éramos oponentes, siempre que podíamos y cuando los demás no nos veían, procurábamos echarnos una mano o hacer la vista gorda para que el otro tuviera más oportunidades a la hora de ganar.

En mi séptimo cumpleaños me regaló una figurita de cerámica de un pez, entre verde y amarillo, que me pareció en aquel momento el colmo de la delicadeza y el buen gusto. Lo tuve durante muchos años, hasta que desapareció en una de esas mudanzas que tanto me gusta hacer.

Pese a ser un noviazgo “consentido” por nuestras familias y amigos y aceptado por los protagonistas, con el desenlace natural de los hechos, no recuerdo que entre nosotros hubiera absolutamente nada de carácter sexual, ni cogernos de la mano, ni un beso, ni jugar a los médicos… En fin, más que novios parecíamos un matrimonio perfectamente acoplado después de años y años de convivencia.

¡Qué momento! No puedo remediar estar recordando esta historia y tener una sonrisa en los labios.

¡Qué ternura más grande! Ahora que mi vida está llena en su mayor parte de pasado, muchas veces me sorprendo pensando en personas y situaciones que hace muchísimo tiempo creí olvidadas entre una enorme capa de vida y rutinas diarias. De entre ellas, Inacito es una de las que tengo guardadas en mi memoria con más nitidez y cariño.

Hará más o menos un año, en uno de estos ataques de nostalgia. Busqué su nombre en Google; me encantó comprobar que allí figuraba su perfil profesional, ligado a la investigación, los inventos y las patentes. Se me había olvidado comentar lo listo que era y las buenas notas que sacaba en todas las asignaturas.

Me sentí orgullosa de sus logros; contenta de haber contribuido en una parte ínfima a ello y feliz, al comprobar que aún compartíamos nuestra existencia sobre este planeta.




Primer amor, por Olga Gallego

Uf, vaya temita más raro para una clase de psicología. El primer amor. Pero a quién puede importarle el primer amor de alguien como yo,  una asesina en serie con más de quince muertes en mi expediente. Será para analizar mi pensamiento y saber en qué punto se torció, ¿cuándo mi naturaleza pasó de "niña encantadora" -como decían mis padres- a "brutal asesina" -como afirmaban todos los periódicos-? ¿Qué me pasaría para pasar de jugar a las casitas y preparar el té para mis muñecas a jugar a los horrores y matar a todos mis amantes? Bueno, a todos no, sólo a aquellos que me recordaban a mi primer amor.

Era una tarde lluviosa de otoño en un mes de noviembre de hace ya un montón de años... Mi madre me había mandado a un recado y, al entrar en la tienda de ultramarinos, lo vi salir. Moreno, ojos azules, sonrisa picarona y un no sé qué en la mirada que te derretía por dentro. “Adiós, preciosa”, me dijo al pasar a mi lado, se me erizó el vello de todo el cuerpo y en ese instante lo supe: era el elegido, sólo él, y nadie más, podría hacerme temblar y estremecerme de aquella manera. En tal estado de confusión me dejó que volví a casa sin el recado y mi madre me castigó sin cenar, pero me daba lo mismo, lo había encontrado y ya nunca iba a dejarle marchar.
Pasé varias semanas merodeando por la tienda hasta que por fin un día lo vi, desaliñado y sucio, que entraba en la ferretería, la tienda contigua al ultramarinos. Era fontanero y tenía una “pickup” de color azul, con la parte trasera repleta de la herramienta necesaria para su trabajo, aparcada en el callejón. Me escurrí bajo la lona con el propósito de esperar el mejor momento para darme a conocer. Desconozco el tiempo que pasé allí escondida, pero debieron ser horas, porque me dormí un par de veces y tenía frío, además me dolía la tripa de hambre.

Era ya de noche y no sabía dónde estaba, me armé de valor y salí. Todo estaba oscuro y en silencio, la “pickup” estaba aparcada en la puerta de una granja, pero... Espera un momento ¡no puede ser! ¡es mi casa! Lo vI todo claro. ¡Él también se había fijado en mí y había ido a buscarme, esa tarde en la puerta del ultramarinos sintió lo mismo, y yo como una idiota escondida mientras que él me esperaba! Eché a correr hacia la puerta; es curioso, pero lo recuerdo todo como en un sueño. Mi madre y sus amigas estaban en el salón tomando una infusión y mis hermanos veían la televisión. Cuando llegué a la puerta él apareció por el lateral de la casa, llevaba una botas altas -como los pescadores-, guantes y chubasquero. Ni reparé en el cubo que llevaba en las manos, me eché sobre él abrazando su cuello y entonces lo noté. Un hedor insoportable se colaba por mis fosas nasales y mi garganta bloqueando mi cabeza, escuchaba las risas de mis hermanos y los gritos de mi madre, pero no distinguía lo que decía, sólo veía la  cara de "mi amado", que con los ojos muy abiertos repetía una y otra vez: “pero, pero, pero...”.

¡Me bañó de mierda de la cabeza a los pies! Un atasco en la bajante a la fosa séptica fue la causa de que mi madre llamara al fontanero. Desde ese día cuando me decían “adiós, preciosa” necesita calmar lo que me ardía por dentro, y así seguiría de no ser porque mis estúpidos hermanos decidieron vender la granja familiar, con su fosa séptica incluida. Y es que, es tan difícil deshacerse de un cadáver en la ciudad, con esos pisitos y sus escaleras y rellanos y, sobre todo, con sus vecinos.


El primer amor, por Ana Donate

Qué bonito recordar aquel sentimiento, tan limpio y tierno de mi infancia, hacia aquella personilla tan entrañable y cariñosa que robó me el corazón dos veces.
La primera ocasión de este enamoramiento tuvo lugar cuando teníamos entre 5 y 6 añitos; él era mi vecino de fines de semana y vacaciones de verano, tenía una sonrisa preciosa cuando te miraba y era como una luz enorme que iluminaba la estancia donde estuvieses.
Fue un amor muy bonito, tierno y sentido para mí, que soy muy emotiva, enamoradiza y sentimental desde pequeñita.
Al cabo de los años, ese amor infantil que nunca se olvida volvió a llamar a las puertas de mi corazón. Yo ya era más mocita y el sentir fue distinto, de otra manera, en cierta forma fue volver a disfrutar ese sentimiento que se había adormecido en mi corazón. Él seguía siendo igual de ladronzuelo de corazones, con esa sonrisa pícara que tenía; robaba el corazón a cualquier chica con la que se cruzara. Este amor que yo sentía se fue transformando en una gran amistad que perduró a lo largo de los años. En mi corazón siempre existió un rincón muy especial para él. Tristemente, la vida decidió que se fuera para siempre, pero yo le sigo teniendo muy presente en mi corazón.



Esperando al chico de la gabardina, por Emilia Ruiz

Mi madre no hace más que decirme que soy muy cría todavía para estar pensando en chicos, que tengo que centrarme en los estudios, porque son los que me abrirán las puertas del futuro. Y digo yo, ¡qué será eso del futuro!; creo que se refiere a cuando yo sea como ella y esté con hijos y tenga que preocuparme de lo que valen la leche y las galletas. Se pone muy pesada con que no podemos comprar todo lo que se nos pase por la cabeza; al parecer, no nos llega el dinero para acabar el mes. Y no veas cómo me enfada no poder desayunar lo que me gusta, pero todavía más aún que no me compren los pañuelos que venden en el mercadillo de Móstoles y que tanto me flipan. ¿Qué culpa tengo yo de la luz, el agua o el gas? Sólo quiero que él me vea muy guapa, que se acerque a decirme lo mucho que le molan mis zapatillas nuevas y que me mire como si no hubiera nadie más alrededor.

Lo veo en mis sueños. En realidad, cuando me voy a dormir lo que hago es cerrar los ojos e imaginar que mi espíritu se separa de mi carne y viaja desde mi habitación, por todo el pueblo, hasta la suya. Puedo entrar en su casa, verle con su familia, cenando, viendo la tele o pensando en mí cuando ya se queda solo en la oscuridad de su cama. Y así, con el alma de excursión, termino cogiendo el sueño hasta el día siguiente.

Hay otras niñas que siempre revolotean a su alrededor. A mí se me llena la cabeza de rabia e impotencia. Quiero ser yo en quien se fije. Y sé que lo hace. Siento que cuando se encuentra conmigo sólo existo yo, Y entonces, siempre se acerca a mí, me dice que le gusta el color de mi jersey y el de mi pañuelo, agarra mi mano y me lleva hasta donde se apagan las luces y ya no hay calles, para contarme qué es eso de besar, mientras me muestra el mapa de estrellas y caricias que el cielo de noche custodia.

En clase ando siempre perdida, ausente. Me da igual el examen de ciencias y los quebrados o las fracciones. Yo todo lo quiero entero, sin dividir, que un beso repartido no sabe igual y te deja con sensación de que algo se ha perdido entre los nervios y la emoción de poder ser descubierto sin querer.

“Continuamos con la lectura de la semana pasada, la de Los amores lunáticos, ¿os acordáis? Ya sabéis, en voz alta, que os veo muy atropellados y si no sois capaces de seguir la música del texto no podréis llegar a entenderlo”. Es un poco peculiar esta profesora. Sólo está con nosotros dos horas a la semana y no sé si alegrarme o escribir una carta al director para que hagan el favor de traerla todos los días. Dice que no, que tanto ejercicio de Lengua nos va a terminar secando el cerebro; se pone muy seria cuando empieza a explicarnos por qué a leer y a escribir se aprende tirándose a la piscina ésa de la que siempre habla. No sé si me entero mucho de qué va esto, pero siempre salimos de clase con alguna historieta suya bajo el brazo.

Ese lunes continuamos con el librito que llevamos intentando terminar desde noviembre. Entre las risas de unos y las bolas de papel de Juan, el follonero de la clase, no hay manera de que pasemos de capítulo. A tropezones, por lo mucho que molestamos y los parones que hace la profe para explicarnos el significado de algunas palabras, llegamos a la página 45, en la que a todos, en especial a las chicas, se nos dibujó una tonta sonrisa en los labios. Allí, el protagonista describía su beso con la guapa del libro, “su almíbar emocionado al rozar ese contorno rosa de sus labios…”. No creo que entendiera todas las palabras, pero las chicas y yo nos miramos como diciendo “eso sabe a beso, a uno de los dulces” y nos echamos a reír, con nerviosismo de “pava quinceañera”, que dice mi hermano.

“A ver, chicos. ¡Cómo sois, de verdad! Parecéis recién salidos del cascarón… ¡Ay, qué hermosa inocencia!”. Más risa se me venía a la cabeza de escucharla hablando de “candidez” y “sentimentalismos”, que decía ella. No tengo muy claro que los mayores sepan qué gusanillo nos atrapa el estómago cuando soñamos con que el chico que más nos gusta nos besa en los labios…

- Igual creéis que yo soy extraterrestre y no sé qué es eso del primero beso potente, el del primer amor…

- Cuéntalo, profe. ¿Tú te acuerdas del primer chico que te besó?

-¡Que si me acuerdo, dices; anda que estás tú buena, niña! Esas cosas no es que se recuerden, es que se quedan grabadas a fuego, para siempre, en las neuronas sabias, las de la memoria eterna… ¡Cómo iba a olvidar ese 30 de enero de 1992!

-¡Hala, profe! ¡Ahora dirás que hasta de la hora te acuerdas!

-¿Lo dudáis? Mira, esto no va a ser clase de Lengua. Va a ser el tema 0, dedicado a “episodios memorables de la vida y la obra”… Yo tenía vuestra edad, más o menos. Ahora, ya os lo adelanto, que ni móviles, ni mensajes instantáneos ni historias tecnológicas; nosotros no recuerdo cómo quedábamos, pero, una vez concertada la cita, no había marcha atrás, porque, en caso de arrepentirte, o buscabas en el listín telefónico el número de la casa del chico o chica, arriesgándote a que se pusiera su padre, o, lo que es peor, su madre, o simplemente dejabas que al individuo le salieran canas esperándote en el sitio de marras. Cuando a mí, aquel muchacho de paso elegante me dijo “te espero a las ocho y cuarto en el Yes” supe que tenía que presentarme como a una guerra, puntual y sin miedo, no a las ocho, sino a las siete y media, no se me fuera a hacer tarde. Mi amiga Mari, que no es muy de arreglarse, me prestó un pantalón de peto color burdeos y yo lo combiné con una blusa de flores alegres; mi zapatones con cordones, como era moda, y un abrigo de paño azul marino. ¡No te rías, que bien mona que iba”.

A todos se nos iban las risas; parecía una chalada sacada de la televisión antigua, la que mi padre tiró hace poco y pesaba una tonelada, con pantalla de vidrio y colores chillones. Pero era gracioso escucharla…

“Cuando llegué, creyéndome puntual, me di cuenta de que él me había ganado. Llevaba una gabardina y, con ella aún puesta, jugaba al billar, él solo, como si fuera un hombre de catorce años. O estaba loco o Paul Newman se estaba encarnando, masculinamente serio, con aire de seductor, delante de la pazguata del pueblo de al lado, que era yo. Y con cara de boba me quedé, observando cómo aquellas bolas de colores iban de acá para allá sobre su mesa de baile. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que él me sugirió salir a la calle, a pasear y charlar, que aun siendo enero no se notaba frío cerca del mar. Y allá que nos fuimos, callejeando y parloteando sobre sabe Dios qué. Llegamos a la puerta del cine de verano; no había nadie que anduviese en invierno merodeando el contorno, así que nos sentamos tranquilos en un banco de piedra blanca, como si fuésemos  a recoger las entradas de la sesión continua. El mejor primer plano, el de ese mágico beso…”.

A mí esta profe me mata. ¿¡Qué hace contándonos esas cosas!? No sé qué iba a pensar mi madre si nos viera a todos por un agujerito, con cara de bobos, escuchando las historias de esta pirada de los dictados y las redacciones.

“… Su mano, de dedos finos y alargados, se deslizó sobre mi cabeza, acariciando mi pelo, bajando hasta alcanzar el cuello y, entonces, ciñéndolo contra él, hizo que mis labios terminaran encontrándose con los suyos. De repente, se me olvidó dónde estaba; durante segundos, que me parecieron horas o días o una vida entera, se me había anegado el estómago de mariposas y sentía la miel de su boca en mi boca…”.

En seguida saltó Ana, rompiendo la magia, “¡y sentiste que se te derretía el cerebro! ¿a que sí, profe? Eso me ha pasado a mí. El muchacho con el que voy ahora es un poco mayor que yo. No creas, no ha pasado nada de mayores… Pero, cuando me besa, yo también tengo mariposas de ésas…”.

Nos miró sonriéndose, comprendiendo. Le preguntamos si aquel chico fue su novio de siempre. No recuerdo bien lo que nos respondió, pero entendí que no, que “sus besos iban y venían, pero nunca se quedaron”. Yo no quería que a mí me pasara eso. ¡Qué triste! Si es verdad que le gusto y que los colores de mi pañuelo son los más bonitos del mundo, pues tiene que ser así para siempre. Porque el amor es para siempre, ¿no, mamá? “Ay, hija, claro, pero el siempre no es siempre el mismo; es un siempre distinto, con el amor de antes, pero no el de siempre”.

No me entero de nada con esta madre mía, que o no sabe o me está engañando. Su marido es el mismo marido de siempre, pero ¿su amor no es como siempre? ¿Hasta cuándo dura el siempre? ¿Aguanta hasta que uno se muere y el otro, roto en tristeza, le llora? ¿O el siempre no entiende de muertes y se alarga incluso después, en el más allá, aunque allí no haya besos ni mariposas?

Me angustian al final tantos “siempres” cuando aún no tengo ni un ahora, porque digo yo que poco promete el final si no se arranca ya la película. Espero el día, impaciente. Quizá no lleve blusa de flores y abrigo azul, que eso ya no se lleva, pero acudiré puntual a mi cita con mi chico de gabardina color tierra y paso elegante. ¡Ay, que no, que ese era el del billar, el de mi profe! Bueno, mi media naranja vendrá a darme ese beso, yo espero que en primavera, y no en enero.

“En los tiempos antiguos existieron unos seres que eran mitad hombre, mitad mujer, reunían ambos sexos en un solo cuerpo. Se llamaban andróginos y osaron querer invadir el Olimpo de los dioses. Así que Zeus decidió castigarlos lanzándoles un rayo y separándoles para siempre. Cuenta la leyenda que, desde entonces, los hombres y las mujeres vagan por el mundo buscando a su otra mitad, la que debería completarles y hacerles sentir plenos. De ahí lo que conocemos como “la media naranja”, que hace que todos pasemos la vida esperando encontrar a “mi otro yo, el que me falta”. Yo quiero esa mitad, que apuesto a que es él, porque estoy segura de que, cuando me mira, nuestras cortezas de naranja se ajustan perfectamente; estamos destinados a ser lo mismo, para siempre, aunque luego el siempre decida ser distinto al de ahora, aunque se arrugue la piel de esta naranja o incluso se poche por alguno de sus lados.

Y sobre esto, mi profesora, la de los besos con el de la gabardina, nos da la solución para ahuyentar preocupaciones, porque dice que, aunque es muy bonito encontrar a la persona con la que complementarse y con quien compartir mariposas, lo que debería importarnos es encontrar a la otra mitad, la que nos falta, dentro de nosotros mismos, porque, como dice, el primer amor verdadero es el que encontramos en nuestro interior. No termino de entenderlo, pero me parece que quiere decir que antes de nada hay que quererse a uno mismo, que dentro de nosotros está la verdadera media naranja, y que, si luego, como regalo, la vida nos trae limones, pues mira tú qué bien. Puede que andemos esperando a alguien de fuera, cuando nuestro yo de dentro nos está desde hace años buscando. Me gusta la idea, porque digo yo que solteros hay por el mundo, como mi tía, que también tienen derecho a ser felices, aunque no tengan ni mitad ni cuarto de ninguna fruta. Pero, a mí, estoy segura de que me encontrará él, más que nada porque en este pueblo me parece a mí que no hay mejor mitad que la mía.

Y después del primer beso se ve que hay muchos. Hasta que uno termina queriendo echar raíces. Y esa fue la última clase de mi profesora. Nos contó que el primer regalo que recibió fue un marquito de plata, con una foto en la que ella posaba con alguien especial, y que llevaba grabados dos nombres, Baucis y Filemón, qué bien raros son, quizá porque suenan a antiguo.

“Cuentan que, un día, Zeus, el que más mandaba en el monte de los dioses, y Hermes fueron a un pueblito enmascarados, a pedir asilo y atenciones. Nadie les hizo caso, salvo un matrimonio que, con toda la generosidad, aun desconociendo quiénes eran en verdad los que a su puerta llamaban, dieron de comer y de beber y les brindaron un lecho. Como recompensa, admirados de su entrega desinteresada, Zeus les concedió un deseo, lo que quisieran, y ellos no pidieron tesoros o la inmortalidad. Sólo deseaban envejecer juntos hasta el final de sus días, eso sí, sin que ninguno de ellos tuviera que ver morir al otro. Antes de que eso sucediera, los dioses permitirían que los ancianos se convirtiesen en árboles, un roble y un tilo, de manera que su amor no muriese, sino que se perpetuase a través de sus hojas, sus troncos y sus raíces”.

¡Me pareció un final tan hermoso! No es que esté yo ahora pensando en hacerme viejecilla ni en convertirme en árbol, pero quizá para el futuro ése que tanto preocupa a mi madre… No es mal final. Digo yo que igual se refiere ella a eso cuando me habla del amor de siempre que no es como siempre. A lo mejor no es el mismo de antes porque ya anda transformándose en tronco y en rama leñosa. Bueno, no sé. Es tontería preocuparse de las raíces cuando aún no ha germinado esta semilla. Sigo esperando al chico de la gabardina, al del primer beso, mientras elijo el color de mi pañuelo de hoy.

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