Edvard Munch, Consolación. 1907 |
Mis miedos, por Ana Donate
Desde pequeñita siempre he sido muy miedosa; el temor más grande que he tenido ha sido a la muerte, a la mía propia, pero, sobre todo, a la de mis seres queridos. Solamente pensar en ella me producía una angustia, desazón y crispamiento absolutos.
Desde pequeñita siempre he sido muy miedosa; el temor más grande que he tenido ha sido a la muerte, a la mía propia, pero, sobre todo, a la de mis seres queridos. Solamente pensar en ella me producía una angustia, desazón y crispamiento absolutos.
Recuerdo una tarde calurosa de verano, sería el mes de
julio, cuando yo tendría más o menos cinco o seis años, que al levantarme de la
siesta, que era obligatoria para que el vecindario descansara en las horas de
calor, fui llorando a buscar a mi madre que estaba sentada en la terraza
haciendo labores de costura. Yo lloraba a todo llorar y le decía que no quería
que se muriese nunca y seguía sollozando; mi madre me cogió en sus brazos, me
besó y, con toda la tranquilidad y paciencia, me intentó calmar y consolar
diciéndome que a ella la quedaban muchos años para morirse, que eso ocurriría
cuando ella fuera muy mayor, que, mientras, ella estaría a mi lado, dándome paz
y tranquilidad. Al final, con su cariño y amor consiguió calmarme esa angustia
e incomprensión hacia la muerte.
Esta angustia ha seguido acompañándome a lo largo de
mi vida. Con el paso de los años, lo he ido llevando mejor, con cierta
crispación pero más tranquila y sosegada.
En estos últimos tres años, aproximadamente, la vida
se ha llevado a personas muy queridas por mí y, por este motivo, veo a la gran
Dama de negro de otra manera, insolente, pero a la vez más humana.
Miedos, por Marisa Bono
Miedos, por Marisa Bono
Veamos, veamos…. Déjame que piense… Mis miedos.
Uno de mis primeros recuerdos sobre el miedo me lleva
a escuchar a mi madre comentar con otras personas, también mayores, que sus
hijas no tenían miedo; tal vez porque ella había puesto todo su empeño en que
de alguna manera así fuera, por haber sufrido una experiencia traumática siendo
jovencita, de la que le quedaron secuelas mínimas en su anatomía, pero enormes
en su alma.
Y con ese empeño concienzudo que a veces emplean los
niños en, de alguna manera, hacer y cumplir el cometido que los padres esperan
de nosotros “los niños”, yo crecí sin miedos infantiles. No recuerdo en mi
niñez ni al coco, ni al hombre del saco, ni brujas, ni monstruos debajo de mi
cama.
Pues bien, todos esos miedos que nunca tuve durante la
infancia han ido apareciendo con el paso de los años, y se han transformado en
un gran monstruo que abarca casi todos los aspectos de mi vida. Ahora casi todo
me da miedo; las cosas más simples de la vida cotidiana. Aunque he de reconocer
que hay “algo” que verdaderamente me produce pánico, y es que, por una de esas
vueltas que da la vida, alguno de esos sucesos trágicos que vemos a diario en
el telediario pudiera instalarse en mi vida o en mi entorno.
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