EL VERANO, por Marisa Bono
¡Qué buena estación es el
verano! Sobre todo, en el mes de abril, cuando poco a poco voy saliendo del
lento letargo que me producen el invierno, con sus días tan cortos y sus noches
interminables, su frío, su viento, su lluvia, su nieve, y el inmenso tedio que
me provocan tantos meses de rutina y madrugones.
En los últimos días de frío
y tiempo desapacible, miro hacia el verano con unas tremendas ganas de que todo
eso termine y de alguna forma cambie.
Disfrutar de la luz, el sol,
trasnochar, la piscina, la cerveza y las necesarias vacaciones. Comprobar,
reloj en mano, cómo, día a día y poquito a poquito, la luz le va arañando
minutos a la larga noche invernal.
Es en ese momento cuando me
doy cuenta de cuánto lo he echado de menos.
¡Qué buena estación es el
verano!, sobre todo en el mes de octubre, cuando poco a poco voy saliendo del
lento aplatanamiento que me produce el verano, con sus días sin fin y sus
noches minúsculas y calurosas. Cuando aún no se me ha olvidado el resentimiento
que le tengo, por ese maldito calor abrasador que no me permite hacer todo lo
que me gustaría al aire libre….
En principio, y así leído,
puede parecer que verdaderamente el verano no me gusta, y sí, es posible que no
sea mi estación favorita, aunque bien mirado, he de reconocer que tiene no
muchos, sino muchísimos aspectos positivos, como por ejemplo:
Las vacaciones, aunque todo está mucho
más caro.
Los
días más largos, aunque no se pueden hacer muchas cosas en la calle por el
exceso de calor.
Hay
muchas flores y se produce la polinización; por otro lado, están las abundantes
picaduras de insectos.
No
hay tiempo para ver la televisión, pero, bueno, en la programación veraniega
son todo reposiciones.
Salir
de noche con la fresca, sin estar hasta muy tarde porque al día siguiente hay
que madrugar.
Lo
corta que es la ropa, aunque, claro, habrá que depilarse.
El
buen color que cogemos, sin olvidarnos la crema FP50, para evitar las
quemaduras solares.
Lo
bien y rapidito que se seca la ropa, aunque tengamos que poner la lavadora más
a menudo.
Las
fiestas de los pueblos, sin olvidarte de la Guardia Civil haciendo control de
alcoholemia a la salida del pueblo.
La
piscina, pero ponte las chanclas que puedes coger hongos.
Los
helados… y ni se te ocurra pesarte.
Las
frutas estacionales, pero ten cuidado con el exceso de fibra.
No
ponerte medias ni calcetines, todo el día con los pies negros por estar en
chanclas.
La
cerveza helada, y pide hora en el Centro de Salud porque te han salido placas
en la garganta.
Las
ventanas abiertas, con la cantidad de ruido y mosquitos que entran…
La
playa, sin sitio para poner la sombrilla.
Los
viajes, con su inevitable huelga de Renfe y los Controladores Aéreos.
El
poco trabajo que hay, aunque sabes que no hay nadie para poder echarte una
mano.
Las
terracitas de los bares, ¡madre mía!, lo que ha subido la cerveza.
Los
cines de verano, y la calentura que te sale en los labios de tanto comer pipas.
No
llueve nunca, con la proliferación de incendios provocados.
Tener
tiempo libre, si es que el calor te permite disfrutar de él.
Las
vacaciones familiares, con el consiguiente abandono de mascotas.
El
apartamento en la playa, aunque te pases los primeros diez días buscando el
menaje.
No
hay atascos en la carretera, pero el Ayuntamiento ha aprovechado el poco
tráfico para hacer obras.
No
hay fútbol, pero sí hay canción del verano.
No
sé, no sé… Ya os avisé de que no era mi estación favorita; aunque, en el fondo
y bien mirado, pienso en este verano que aún no se ha ido y ya lo estoy echando
de menos, sobre todo hoy, que ya tengo los pies heladitos.
VERANO, por ENCARNA BAS
¡Por
fin habían llegado las vacaciones! Tres amigas habíamos decidido aprovechar los días largos del verano para
hacer un viaje, meter nuevas cosas en la cabeza y desconectar del trabajo.
Las
plantas, en el patio; el perro, con una amiga; y el coche, con todo cargado. Era
el resultado de una preparación minuciosa aderezada con ilusión.
Una
llamada de madrugada… ¡Qué mal presagio! Fue el aviso del atropello de una de
las tres. El hospital estaba lleno, no solo de dolor físico. La angustia, el
miedo y la incertidumbre se paseaban por los pasillos. Hacía frío y no solo por
el aire acondicionado.
Aprendí
muchísimo aquel verano; conocí la otra
cara de las vacaciones, la que nadie quiere ver, la que no comprendes por qué
te ha tocado a ti vivir, sin darte cuenta de que antes ya le ha tocado a otros
muchos.
Parece
que es obligatorio que tener que salir de tu ciudad, ir a la
playa o a la montaña o, incluso, a otros países. Yo misma me encontraba descolocada; yo
misma protestaba; yo misma creía que estaba perdiendo mis vacaciones.
No sé
cómo me di cuenta, pero cuánto bien me hizo. Había disfrutado de un verdadero lujo al poder
contar con algo que no era obligatorio ni necesario. Lo importante era tener salud;
lo importante era recuperar a mi amiga y lo demás era todo un lujo.
Han
pasado años. Nuevamente, he entrado en la marea de programar vacaciones;
nuevamente, me tomo con verdadero placer un vinito junto al mar; nuevamente, paseo
al atardecer y, a la hora de acostarme,
doy gracias a la vida por poder hacerlo, porque es un lujo, no necesario que la
vida me regala, porque un poco más allá sé que hay mucho dolor.
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