¿Por qué no
vinisteis?, por
Gloria Gallego
Se cayó el único balconcillo
que quedaba en el ayuntamiento, una casa de piedra en la plaza con el
escudo encima de la puerta.
La plaza había sido el centro
de reuniones de todos nosotros, fiestas, cines de verano, comidas y
cenas de vecinos, fiestas de bienvenidas y despedidas.
Cuando llegaba el verano,
llegaban los primeros coches de la capital, los hijos de los Mendoza,
de los Gaona, de los Guerrero, coches resplandecientes que iban
creciendo cada año igual que todos nosotros. Los coches ocupaban la
plaza y eran el escaparate y la envidia de los que estábamos en el
pueblo. Los vecinos contaban historias alrededor de esos coches con
el maletero abierto y el radiocasete encendido. Historias de pisos
con ascensor y comida envasada, de comprar tomates en invierno, de
abrir las ventanas por la calefacción, de autobuses que recorren las
ciudades, de parques para que los niños jugaran, historias del
futuro.
Yo escuchaba e imaginaba la
llegada de ese futuro a Guarnecilla del Monte, nuestro pueblo.
La pandilla de verano y sus
historias se han mantenido en mi memoria estos últimos años. Fuimos
los últimos niños del pueblo.
Historias de risas, cenas en
el monte, quedar en la plaza para jugar a la pelota cuando sacábamos
las sillas al fresco y todos vivíamos en la plaza.
Recuerdo el invierno que
murieron los hermanos Pimentel, la viuda de González,
el primo Martín, y el tío Eusebio. Llegó mi primo mayor con una
gran furgoneta y varios hombres vaciaron la casa del tío, cuando se
fueron dejaron la puerta abierta. Durante
meses, usamos la casa para jugar al escondite hasta
que, cuando el tejado
se vino abajo, nos prohibieron pasar. Taparon la puerta con maderas;
desde las calle, a través de las ventanas, podíamos ver el cielo.
La tiendecilla cerró; el
teléfono funcionaba un día a la semana. Dejamos
de ver la televisión cuando la última tormenta se llevó la antena.
Por entonces, todo había
cambiado y llegaron las fiestas.
- ¿Por
qué no vinisteis ese
verano?
Yo
seguía esperando ese futuro. Y pasé algunos años ayudando a mi
madre cosiendo mantas. Nos
sentábamos
en el brasero y yo le contaba mis planes para cuando llegaran los
autobuses, el supermercado, la tienda de muebles y la perfumería.
Venía una vez al mes un señor que recogía las mantas. Pero cuando
mi madre enfermó dejó de venir, y cuando falleció, pasé yo
a ocuparme de la casa.
Hoy he pasado el día mirando
ese hueco en la fachada, ese hueco donde había un balcón, ese
balcón que había resistido.
Los cascotes y ladrillos del
balconcillo seguirán tirados en mitad de la plaza, nadie los
recogerá.
Porque, detrás de un pueblo
abandonado, hay una persona con una historia y una ilusión.
Por Marisa
Bono:
Lo
pienso, lo pienso y no paro de pensarlo, pero siempre a destiempo,
bien antes bien después, pero nunca en el momento preciso en que
debo acordarme de decirlo y ante las personas adecuadas. Por lo
tanto, ahora que aún falta una semana, lo mejor que puedo hacer es
anotarlo, así no me quedará más remedio que tener que decirlo a
las personas y en el momento justo.
Nos
veo allí. Lo tengo todo repensado, salimos de casa el sabadito por
la mañana, a las once, por ejemplo. Llegamos
allí a las doce, hacemos el reparto de habitaciones, cotilleamos un
poco por todas ellas, comprobando cuáles
tienen las mejores vistas, dejamos las maletas, y las deshacemos un
poco, sacando las cosas de aseo y colocándolas en las repisas del
baño, tocamos la calefacción y el agua caliente asegurándonos de
que funcione. Después de esta primera toma de contacto, un mini
paseo por la montaña y de cabeza al bar para el aperitivo, para
hacer tiempo por si alguien no ha podido venir en la primera
convocatoria porque haya tenido que trabajar y llega un poco más
tarde.
Cuando
el grupo esté al completo, al comedor, unas risas a cuenta del
rancho, del mobiliario pasado de moda, del olorcillo ligeramente a
rancio como de coliflor hervida, y de la estupenda ubicación; la
comidilla, el vino, la sobremesa… Y, al terminar, de nuevo al bar
para el café, para
que nos despeje un poco y podamos dar un paseo más extenso por el
incomparable entorno que nos rodea, sin muchas pretensiones el paseo
o en varios grupos si fuera necesario, dependiendo del grado de
dificultad, ya que, como todas sabemos, hay personas más preparadas
que otras. En el camino de regreso, y ya casi llegando, un caldito en
Venta Arias, tan calentito y reconfortante.
De
regreso, una ducha calentita y un cambio de ropa para la cena… O
no.
Nos
veo allí en invierno, bien abrigaditas, paseando por la nieve y
tirándonos algunas bolas, con el anorak de plumas, las botas de
montaña, los guantes forrados de borreguito, el gorro de lana, la
bufanda de forro polar..., disfrutando del frío
en la cara y del caldito caliente.
Nos
veo allí en primavera, sentadas en la terraza exterior tomando una
cerveza después del paseo, en manga corta, embadurnadas de crema
solar con protección factor 50, paseando por el bosque con todos los
árboles, matojos y flores llenos de brotes de colores verdes
brillantes.
Nos
veo allí en otoño, admirando la maravilla de los colores ocres de
esa magnífica estación, el crujido de las hojas cuando las pisemos
durante el paseo. Saboreando por la noche la copa y por qué no, un
cigarrillo, durante el objetivo de la excursión.
Si,
realmente nos veo allí el sábado por la noche, sentadas alrededor
de la mesa con una copa en las manos, o con un café o infusión, que
ya sabemos que hay gustos para todo; haciendo lo que habíamos ido a
hacer, el objetivo principal de la excursión: leyendo en voz alta el
tema elegido para esta cita, haciéndonos el selfie.
Por
la mañana, el domingo, nos levantamos sin prisa, desayunamos y
tenemos la mañana a nuestra disposición y elección, y, a la hora
de comer, cada una en su casa, con la certeza de haber pasado un buen
rato haciendo lo mismo, pero de otra manera.
Pero
ahora que por fin ya lo he dicho, ¿por qué no celebramos alguna
reunión en Navacerrada? ¿Por qué no vamos? ¿Por qué no venís?
Por Encarna
Bas
Un
cumpleaños infantil. La habitación llena de banderitas de colores y
globos. Los niños vestidos para la ocasión, ellas con trajecitos de
nido de abeja y lazos en el pelo, ellos con pantalones cortos y
algunos estrenando zapatos.
La
mesa era una explosión de color. Había dos platos de cada cosa
estratégicamente colocados cada uno en un extremo de la mesa, medias
noches, tortilla de patata, ganchitos, patatas fritas…y chuches de
todos los tamaños y colores. Bebidas de naranja, limón, cola y
agua. Servilletas con los personajes de la tele, en fin, todo muy
cuidado.
Los
padres del homenajeado se ocupaban de los niños, procurando que
incluso los más tímidos estuvieran a gusto.
Había
una pequeña rifa en la que, por arte de magia, a cada participante
le tocaba un juguete. Todo eran risas, juegos, carreras y manchas.
Fue
transcurriendo la tarde y empezaron a llegar los padres de los niños
a recogerlos.
¿Has
sido bueno? ¿Habrás dado poca guerra? y más bajito dirigido solo
al niño ¿has hecho pis?
Todos
los padres parecían muy amigos y agradecidos. Juan no veía a los
suyos, claro era domingo, y ese día la familia se reunía, comían
juntos, iban al cine juntos, y cenaban juntos, no había espacio para
nadie que no fuera de aquel pequeño clan. Ni un fiebrón ni una
alegría ajena a ellos hacia modificar el plan, y eso a Juan se le
había olvidado. Todavía tenía la esperanza de verlos aparecer y
ser como los demás.
Pero
no, sonó el timbre de la puerta y apareció una de las chicas que
trabajaba en la casa. Le abrigó, dio las gracias y cogiéndole de la
mano salieron a la calle. Hacia frío,
pero el frío
de Juan era peor, y en su cabeza retumbaba la frase ¿Por qué no
venís?
Claire Tarbet
Paul
logró mover la cabeza ligeramente y miró a su esposa, Eva, que
todavía estaba durmiendo profundamente. Incluso mientras dormía, su
ceño fruncido no desaparecía. Como había hecho tantas veces en
estos últimos cinco años, se preguntó cuántos días tendrían
juntos. La observaba mientras ella se daba la vuelta, como ahuecaba
la
almohada
para su comodidad y su espeso cabello negro cubría su moreno rostro.
Él suspiró. Habían estado juntos durante casi veinte años. Él
sonrió recordando ese primer día.
Había
estado trabajando en una obra en construcción en Canary Wharf. Se
encontraba en los viejos muelles de Londres, en la Isla de los
Perros, una pequeña península en el río Támesis. El área fue una
vez el coto de caza de Enrique VIII, quien fue conocido por estar
siempre acompañado por un gran grupo de perros. Paul lo había
descubierto en uno de los numerosos documentales que había visto en
los últimos años desde su silla de ruedas. La isla pronto se
convertiría en el nuevo centro de negocios de lujo de la ciudad, con
brillantes rascacielos de vidrio y metal con elegantes restaurantes y
bares de copas para más de cien mil empleados.
Pero,
en aquel entonces, estaba lleno de altas grúas
y
hormigoneras. Un par de los nuevos edificios de oficinas ya estaban
en pie y en pleno funcionamiento. Uno tenía cuarenta y cinco pisos
de altura con ascensores que corrían por los lados del edificio como
enormes arañas de cristal. El otro era mucho más pequeño pero
desde el punto de vista de Paul, mucho más atractivo por su forma
redondeada y ventanas de color cobre. Allí trabajaba ella. El había
estado admirando la fachada y los rayos del sol reflejados en las
ventanas, dando al edificio un brillo de color naranja quemado cuando
vio a dos chicas apoyadas en una ventana
del
tercer piso. Paul se volvió hacia su compañero de trabajo Darren y
le dijo: "Mira a esas dos". Darren lo desafió, "¿por
qué no les invitas a salir?". Paul dudó un instante pero,
finalmente, decidió saludarlas. Las dos chicas le devolvieron el
saludo pero para su decepción desaparecieron.
Paul
y Darren continuaron con su laborioso trabajo
como
albañiles y, aproximadamente dos horas después, una voz con un
acento inusual detrás de ellos preguntó: "vamos a ir a tomar
algo, ¿por qué no venís?".
Ana
Donate
¿Por
qué no venís?
Hola
grupo, buenas tardes. ¿Por qué no venís? Es
nuestro tema de escritura de este mes, y me parece bastante
complicado. Os preguntaréis
por qué, pues muy sencillo, tengo la mente en blanco, y cuando
consigo activarla, me parece que todo lo que se me ocurre, que
dicho sea de paso no es
mucho, me parece triste, siempre acaba teniendo un final sin
felicidad.
Lo
intentaré de nuevo, por si la inspiración viene mejor y más
animada.
Necesito
ayuda para poder escribir algo bonito e interesante a la vez y que no
aburra al personal que me escucha. Las
energías del universo se han olvidado de mí y me han abandonado, y
yo me pregunto ¿por qué no venís?, por qué no acuden en mi ayuda
los hados, estarán tomándose un tiempo de descanso, somos muchos
los que recurrimos a ellos.
Sigo
necesitando ayuda; se me ocurre recurrir a los amigos y dicen que no
se les ocurre nada que poder decirme para que pueda salir del apuro
de escritura en el que me encuentro, y vuelve a mi cabeza ¿Por qué
no venís?
Pienso
para mí, relájate, ten un momento contigo a solas, medita acerca
del tema que debes escribir, verás cómo
se te ocurre algo, y, si al fin viene una gran idea, amigas
escribientes y oyentes ¿Por qué no venís?
Si yo sé
que acudiréis en mi ayuda, y siempre la misma pregunta: ¿Por qué
no venís?
Olga
Gallego
Era
su cumpleaños. Un soleado día de verano, caluroso pero no
asfixiante, de esos que a la caída de la tarde se agradece la
compañía y una cerveza fresquita en la terraza. Eso fue lo que la
animó. Llamaron sus padres, ancianos ya pero en buen estado de
salud.
-¡Felicidades,
hija!
-
Ay, gracias. No, no voy a hacer nada. Pasaos
por casa esta tarde y nos tomamos algo fresquito en la terraza.
Le
felicitaron sus alumnas, ¡gracias,
chicas! Pasaos
por casa esta tarde y nos tomamos algo fresquito en la terraza.
Le
felicitaron sus amigas, ¡gracias,
gracias! Sí, otro año… Jejeje.
Pasaos
por
casa esta tarde y os invito a algo fresquito.
Sus
amigas de la facultad... ¡Hola!
Sí,
sí, gracias. Pasaos
por casa a tomar algo. Sí, a partir de las nueve.
Sus
vecinos... Gracias, venid
a tomar algo a casa.
Sus
hermanos, sus sobrinos, su cuñado... Gracias, gracias. Pasaos
por casa a eso de la nueve y nos tomamos algo fresquito en la
terraza.
Según
iba pasando el día aumentaban los invitados, creo que se le fue de
las manos... Más
de 50 personas se congregaron un martes por la tarde-noche en su
casa, un pequeño ático en el barrio de la Arganzuela, en Madrid.
Era
su cumpleaños. Un soleado día de verano, caluroso pero no
asfixiante, de esos que a la caída de la tarde se agradece la
compañía y una cerveza fresquita en la terraza. Eso fue lo que la
animó. Mientras tomaba café pensó que iría a la tienda de
caramelos Paco a comprar unas guirnaldas y farolillos para decorar la
terraza. Podía comprar hielos e improvisar una nevera con el cesto
de la ropa sucia, así tendría cerveza fría para todos en todo
momento. Ah, también vino, un buen vino blanco. Y para comer...
Compraría
unas empanadas y unas tortillas en el asador de pollos, igual hasta
podría encargar una paella pequeña. Sacaría a la terraza el
humidificador, así le daría un ambiente más fresco y agradable.
Ya
tenía todo planeado, solo faltaban los invitados. Su plan era que,
según le fueran llamando los iría invitando, así como algo
improvisado. A las dos de la tarde, solo
le habían llamado su madre y su hermana, que viven en otra ciudad, a
200 km! Agradecieron
la invitación pero resultaba complicado que asistieran. A las seis
de la tarde, le habían llamado tres amigas más, todas ellas de
vacaciones en la playa, lamentaban no poder asistir. Colgaron con la
promesa de que se tomarían una en cuanto volvieran. A las diez de la
noche estaba sentada en la terraza comiendo paella con una copa de
vino. Le llegaba el ruido del ático de enfrente, ¡eso
sí era una fiesta! Al menos cincuenta
personas estaban allí, con música, pero sin
farolillos ni guirnaldas. Miró a su alrededor y no se lo pensó dos
veces, cogió la botella de vino y la paella (la tortilla y la
empanada podrían comerse otro día). Cruzó la calle y se unió a la
fiesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario