miércoles, 27 de marzo de 2019

El ruido de los tambores


LA TAMBORRADA, por Encarna Bas
Enero, 6 de la tarde. Los chubascos son frecuentes. La Tamborrada peligra. Ha habido ensayos desde Octubre; los uniformes de los tambores ya están preparados, los gorros de los cocineros recién planchados y las faldas de las aguadoras para ponérselas.
Desde 1836 se celebra esta fiesta; es relativamente moderna y, por supuesto, no religiosa, aunque sea el día que la iglesia católica adjudicara el 20 de Enero a San Sebastián, patrono de la ciudad y del que ha tomado el nombre. Mezcla de carnaval y conmemoración, año tras año, los hoy abuelos se disfrazan mientras cuentan a sus nietos las mil anécdotas de su infancia, porque es una fiesta que “la llevan en el corazón “.
Cada sociedad gastronómica tiene su Tamborrada. No son competitivas, solo tratan de poner color y música en las calles. Una misma marcha, unas mismas canciones, eso sí, a diferentes horas, pero todo el día. Como ahora no me oyen ni unos ni otros, os diré en confianza y como algo particular que a mí me recuerdan a las cofradías de Semana Santa…
Ya van a salir a desfilar. En cabeza, el Tambor Mayor, con su bastón de mando blanco y azul que le sirve de batuta, detrás los tambores, con sus uniformes coloristas, verde y amarillo, azul y rojo, gorros con plumas , tricornios. Les siguen los cocineros, gorros almidonados y chaquetillas impolutas de blanco absoluto y al final, las aguadoras, faldas largas ,corpiños de fieltro y en su conjunto pardas, seguramente para no “distraer “ al personal.
Arrancan; la marcha de San Sebastián compuesta por Sarriegui retumba. Es alegre, animosa y apetece moverse. Otras canciones, las de siempre para la ocasión, llenan las calles engalanadas. Familiares y amigos observan la comparsa. ¡¡¡Es un día grande !!!
Luego, todos juntos a comer a la sociedad, y casi sin tregua … a cenar...
Ya queda menos para repetir el año que viene lo mismo.

El ruido de los tambores… de guerra, por Olga Gallego

Adolescencia

Pues no sé por qué tengo que ducharme otra vez, si estoy limpio. Siempre lo mismo; sois unos tiranos, me obligáis a hacer cosas que no quiero y encima decís que es por mí bien. Como sí eso os importara, si de verdad os preocupaseis por mí, me dejaríais hacer lo que yo quisiera y cuando quisiera para evitar que me frustrara y sufriera.

Además, ¿por qué no puedo jugar a la play entre semana? ¡Si a mis amigos les dejan! Soy el único de mi clase que no puede, me van a marginar. Vosotros siempre con lo mismo, que si nos vamos aquí, que si nos vamos allá... ¡Todos los fines de semana tenemos que hacer algo! Yo quiero descansar, que durante la semana tengo que madrugar e ir al cole y eso cansa mucho.

¿Qué cenamos? ¡Puré y pescado! ¡Buah que asco! ¿Y por qué no comemos un filete? Siempre comemos cosas que a mí no me gustan, parece que lo hacéis aposta. ¿Y de postre qué hay? Jolín, es que no compramos nada que me guste, natillas de chocolate o galletas con trocitos de chocolate o ¡chocolate! Es qué vais a la compra y solo traéis la comida que os gusta a vosotros, ¡pues no sé para qué vais!

No, esta noche no vemos una peli, que yo tengo que ver el fútbol. Sí, aunque sea el Getafe-Leganés, yo quiero verlo. Para un rato que tengo para ver la tele tranquilo después de cenar, también me lo queréis fastidiar.

Vejez
Pues hoy me he caído en la ducha, bueno no me he caído porque mi ducha es muy pequeña y no te puedes caer, pero me he despertado sentado en una esquina y, cuando he reaccionado, me he levantado como he podido y me he vuelto a gatas a la cama. Y tengo un moratón en el brazo, no, no, de la caída no ¡si no me he caído, que me he sentado!

Fatal, fatal, estoy fatal. ¡Tengo un catarro! Claro, ¡cómo no me voy a contagiar si está tu madre venga a toser y estornudar a mi lado!
Mira. tengo la boca llena de pupas de la fiebre, en la farmacia me han dado una crema ¿me la echas?
Y, encima, no puedo hacer mi cama, porque este brazo me duele y no puedo levantarlo, y tu madre dice: ¡que esa cama ella no la hace!
Me duele mucho el estómago, claro tu madre me da unas cosas para comer que me está envenenando. A ver si puedes llevarme al hospital porque yo creo que tengo una perforación.

No duermo nada. Esta noche no he pegado ojo, a las dos me he levantado a comer una manzana, porque con hambre yo no puedo dormir. A las tres me he comido unos restos de pescado frito que había en la nevera, a saber de cuándo estarían, porque me han sentado fatal. A las cuatro, un vaso de leche caliente con galletas, que parece que eso ya me ha calmado y he conseguido dormir seguido hasta las siete.

Mírame el móvil que no me va bien, no, porque intento llamarte a ti, pero me sale tu hermana. Ayer llamé a tu sobrino y no le oía, ¡chica, me da una rabia! Eso tu padre, que como está todo el día enredando algo habrá hecho. Sí, porque tiene conectados todos los teléfonos y también el mando de la tele, que sube y baja el volumen con el móvil, sí.

Yo
Pi pi pipi, pi pi pipi, pi piiiiii
El silbato anuncia el inicio de la batucada.
Pum, sshhss
Pum, sshhss
Entran los surdos y, tras ellos, el resto de intrumentos: tamboril, caja de guerra, timbal, pandeiro, claves, agüiros, cencerros, campanas....
Todos al unísono pero cada uno con un ritmo distinto, confiriéndole al conjunto la belleza de la batucada.
¡Gracias! Gracias, porque por fin logro escuchar otros tambores, mucho más reales y gratificantes, que dispersan de mi mente a golpe de baqueta cada pensamiento, cada idea, cada recuerdo de los otros tambores, los de la guerra de cada día.


Porrompompón, por Marisa Bono
Porrompompóm, porrom, pom, pom...
Me levanto como cada mañana
Con la legaña puesta y la cara lavada.
¡Ay, qué desasosiego! ¡Ay, qué madrugón!
Por mucho que practique, no hay resignación.
Me miro en el espejo y solo veo sueño.
¡Déjame que duerma, déjame que sueñe!
Que mientras sueño no tengo dueño.
Porrompompóm, porrom, pom, pom...
Al ritmo ritmo de esta tamborrada
Voy a marcarme una balada
O tal vez un rap, rap, rap, rap, rap, rap, rap….
Oh, oh, oh, oh, oh, oh,….
I’m singulery, I’m singulery….
Como veis, yo me entretengo con cualquier cosa.
Sin ir más lejos, viendo volar a una mosca.
Vuelvo a empezar, voy a lo que iba
a las vicisitudes de mi día a día
Porrompompóm, porrom, pom, pom...

El Ruido de los Tambores, por Claire Tarbet

Andrew estaba en su despacho en la universidad de Cambridge mirando un objeto cilíndrico hecho de piedra caliza. Parecía una jardinera pequeña para plantas. El profesor tocaba las marcas talladas alrededor del bote y se preguntaba una vez más, ¿Para que servirán?

En este momento sonó el teléfono. Era Mike, un joven profesor que trabajaba con él en el departamento de Arqueología.
—Andrew, me han llamado de la fundación. Dicen que nos van a retirar las ayudas para la excavación. Nos dan un mes más para terminar nuestro trabajo.
El viejo profesor no dijo nada, solo tocaba el artefacto de nuevo.

Desde que su bisabuelo, el notable arqueólogo James Chamberlain, había encontrado los tres botes, ya hace 130 años, en unas tumbas milenarias en el sur de Inglaterra, los llamaban los tambores de Folkestone. Se creía que eran un tipo de instrumento musical para los funerales de sus fallecidos. Pero cuando los vio, Andrew sabía que tenían otro uso. Las marcas talladas eran exactas en los tres, a pesar de sus diferentes tamaños. Volvió a coger el más pequeño y su metro. Lo había medido muchas veces y sabía que media 32 centímetros de circunferencia. No tenía que mirar la cinta métrica, pero lo hacía de todos modos; le ayudaba a pensar. El mediano medía 40 centímetros y el más grande, 46 centímetros.

De repente, se dio cuenta de que la cinta métrica encajaba perfectamente en el surco que rodeaba el tambor. Buscó en el cajón de su escritorio y entre todos los papeles, bolis y gomas elásticas, encontró un ovillo de cuerda. Empezó a dar vueltas con el cordón metiéndolo por los surcos del tambor pequeño. Contaba las vueltas, hasta llegar a diez. Cortó el cordón, y volvió a hacer una bola. Dejó el tambor pequeño y cogió el mediano. Hizo lo mismo y contó que eran ocho vueltas; justo el mismo largo de cuerda. Tenía que comprobar su teoría con el último tambor, el más grande. Esta vez, encajando el cordón perfectamente en los surcos, podía dar siete vueltas al tambor. Midió el cordón. En los tres casos media exactamente 332 centímetros de largo. Esta medida era muy conocida por él. Ya había apuntado varias veces ese número en su cuaderno. Era la distancia desde el centro del círculo de Stonehenge hasta las piedras de la primera circunferencia y coincidía con la distancia de cada uno de los círculos concéntricos.

Andrew no podía contener su risa. Cogió el teléfono y marcó el número de su compañero Mike.
-¡Ya lo tengo! Dijo gritando con mucha emoción.

Al mes siguiente vinieron unos periodistas para entrevistarles y fotografiar los Tambores de Folkestone. El titular rezaba: El Ruido de los Tambores. El artículo contaba que no eran verdaderos tambores, sino grandes cintas métricas. Otra parte del gran misterio de las piedras de Stonehenge había sido resuelto.

El ruido de los tambores, por Ana Donate
Amanece, clarea el día y, sí, los oigo, ya los oigo a lo lejos, eso creo. Afino mis ojos, y sí ¡¡¡Están sonando muy lejanos, pero los escucho!!!
De prisa, de prisa, hay que prepararse, nos tenemos que ir para no llegar tarde a verlos y escucharlos.
Pom pom pom, pom poro pom, poro poro pom poro pom…
¡Cómo suenan! Da gusto oírlos en los arcos del monasterio, qué resonancia, ese eco ensordecedor me pone los vellos de punta; qué bonito y qué bien suenan, pom pom pom, pom poro pom, poro poro pom poro pom…Se entremezcla su sonido con el de las dulzainas y el cantar de la gente; ya suenan lejanos, cada vez más lejanos, pero con su mismo soniquete, e igual de bonito que todos los años…. Pom pom pom, poro pom, poro poro pom poro pom…

El ruido de los tambores, por Esther Garzas
El sonido de la música me acompaña en tantos momentos que hace que los mismos se recuerden de forma diferente.
De niña, durante mis veranos, las canciones que escuchaba me transportaban a emociones intensas y profundas.
Recuerdo con especial cariño mis viajes al pueblo, las semanas santas con el sonido de los tambores de fondo; las procesiones se veían, se sentían, aunque no fuese mi religión ni mi creencia. Calles en silencio, sonido de cadenas, la banda de fondo y ruidos de tambores, como el palpitar de corazones que genera el movimiento. Cada golpe es un latir, a cada “boom”, un paso. Es difícil no sentir, es difícil que no emocione aunque no creas, aunque no entiendas.
No a todo el mundo le debe gustar; no todo el mundo comparte su vida y su día a día con el sonido de la música, de una buena canción.
Creo que la música puede sanar la mente; puede sanar el corazón, te puede hacer llorar, te puede hacer reír, te permite viajar en el tiempo y crear mundos imaginarios en los que evadirte de situaciones difíciles.
Aquel día fue diferente… Amaneció nublado. Durante la mañana habían caído unas gotas de agua; no fue una lluvia intensa, más bien parecían lágrimas imperfectas, inexactas, que iban y venían y no llegaban a humedecer la tierra.
Me levanté vacía, sin ganas de sonreír, sin ganas de comer, sin ganas de hablar, sin ganas.
Me metí bajo la ducha y dejé que las gotas de agua calentaran mi alma, como un abrazo de energía. Conseguí arreglarme, lo suficiente como para aparentar estar bien.
Arranqué el coche, pero no puse música, dejé el silencio de fondo y mi pelea por evadir los pensamientos durante el viaje.
El médico dijo que no había nada que hacer.
Aquella noche no quería oír nada, quería estar en silencio. Había sido un día difícil y no quería sentir pena, ni dolor. Creía que si escuchaba música me trasladaría a una emoción intensa y triste. No quería hablar con nadie, tan solo quedarme en silencio.
La procesión se oía de fondo, ruidos y más ruidos de tambores y, de pronto, el silencio.
Su tambor dejó de sonar, el corazón dejó de latir.

Sangre de Divya, por Emilia Ruiz
Me trae la brisa del poniente el eco vibrante del cobre, que viene de lejos, el golpe de la maza con la que se llama a las gentes a la oración. Dieciocho colinas rodean el templo, aunque desde cualquiera de sus cumbres puede uno sentir la caricia del salitre. Los dioses, en su sabiduría, buscaron su descanso en un lugar donde la naturaleza, rica y diversa, se hace única, donde cielo, tierra y mar, densos bosques y enormes praderas se dan la mano. Así es esta región hindú de Kerala en la que nacieron mis ancestros y yo misma vi la luz primera.
Venidos de todos los rincones de nuestra vasta tierra, adoran los hombres al dios Ayyappan. Deben adentrarse entre los árboles que escalan la montaña en dirección al templo, guiados por su fe y el sobrio tañido con que se adora desde lo alto a la divinidad. Quedan las puertas abiertas al mundo durante los días del Mandalapooja, justo antes de las nieves,  para Makaravilakku, ya en el primer mes del año, y durante el Vishu, con la flor de abril.
Recuerdo aquella primavera, la de mi primera visita, de la mano de mi padre cuando a él ya le resultaba demasiado cansado llevarme sobre sus espaldas. Lucíamos en el cuello una guirnalda hecha con semillas de tulasi, pues ese era el primer gesto con que daba comienzo el vatahm, la penitencia que mis mayores iniciaban 41 días antes de emprender la marcha. Debían entonces vestir de negro o azul, tanto al orar como en sus casas, realizar baños dos veces al día, ingerir solo alimentos vegetales y no afear en ningún caso su lenguaje ni conducta.
Los hombres purificaban de esta manera sus cuerpos antes de llegar a Sabarimala. Mientras avanzábamos, mi padre me contaba que allí, en aquel templo, fue donde el Dios hindú Ayyappan meditó después de matar al poderoso demonio Mahishi. La gente sale de Erumely hacia el río Azhutha; cruzando las montañas viene el cruce sagrado de Karimala y, finalmente, hay que atravesar el río Pamba. Salidos de las aguas, apenas unos kilómetros de sendero separan a los mortales de la regia divinidad que consiguió aniquilar a la encarnación del mal.
En aquel camino había cientos de hombres, unos jóvenes y fuertes, otros ya maduros; algunos portaban a sus hijos, casi todos varones; niñas como yo, de corta edad, no debía haber más que una decena, y mujeres, muy pocas, sólo aquellas que conservan la fuerza en el cuerpo a pesar de frisar el medio siglo en años. Me decía mi padre, y así lo aseguraban otros hombres que nos acompañaban, que en otras peregrinaciones las mujeres no pueden contarse ni con los dedos de una mano.

La leyenda sagrada nos cuenta que Ayyappa prohibió entrar a su morada a las mujeres en edad de engendrar, desde que la sangre maligna las hace impuras, pues su vientre y sus pechos dan la espalda a dios, ofreciendo su carne a la carne, poniendo los ojos solo en el hombre. Las niñas se quedarán en sus casas al cumplir los diez años, junto a sus madres, abuelas si son estas jóvenes, y todas las mujeres que aún se encuentren en edad de menstruar. “El dios Ayyappan es un Bramachari”, decía mi padre. Ya siendo mujer supe qué querían decir aquellas palabras. Ese dios que solo abre sus brazos al varón y desdeña la fe y las semillas de tulasi que cuelgan de nuestros hermosos cuellos, hace siglos que renegó del placer de la carne, castigando con su cobarde celibato a las mujeres de mi estirpe.
Cuando mis pies alcanzaron la puerta del templo aquel día húmedo de abril, un rotundo sonido se me metió en mi alma de niña; desde los oídos consiguió adentrarse con gravedad por entre mis venas y pensamientos. Cada vez que el monje golpeaba con la maza el cobre sagrado de Sabarimala, mi corazón bombeó con fuerza, con furia, pero también con fe, para darme la valentía con que mirar a Ayyappan a los ojos y preguntarle por qué, por qué yo no, por qué mi madre no, por qué mis hijas y mis nietas, no.
No hubo para aquella niña respuesta. Regresó a su casa, a su pueblo, para convertirse en mujer de la tierra y de los hijos, también mujer del esposo. Mujer de todos, menos de sí misma y del dios, pues para Ayyappan, ella tampoco era más que carne impura, manos manchadas de sangre y de barro. Recordé muchas veces siendo joven el día en que me sentí atravesada por el sonido sagrado del templo y quise aprender yo a extraer de mi entraña las notas que anidaron mi corazón desde entonces. Aprendí a tocar el punjab, a tamborilear sobre su piel tensada los gharanas, ritmos de mi tierra reservados casi siempre a los hombres. Y a golpe de tambor me fui haciendo vieja, viendo a muchas niñas de la aldea visitar con sus padres el templo de Sabarimala y a cientos de mujeres despedirlas, levantando sus manos con tristeza y resignación.
Pero llegó el día; los cielos y sus dioses, los del entendimiento y límpido espíritu, sabían que llegaría el día. Fueron dos las valientes, que no siendo yo me representaban, con sus cuerpos y sus almas, pues de mi hija y de mi nieta se trataba. Peregrinaron camufladas con las prendas de hombre y sólo descubrieron sus rostros justo en la entrada de Sabarimala. Las leyes de nuestro país ya habían dicho que aquella prohibición debía ser abolida, por injusta y absurda, mas ninguna mujer se había atrevido a encaminar los pasos hacia el templo, por miedo a la reacción de sus esposos o vecinos.

Tan pronto como mi hija Neeja y mi nieta Divya, cuyo nombre significa “divina”, se postraron ante las túnicas de Ayyappan, sintieron sobre sus cabezas la reprobación de los hombres del templo, en forma de hiriente mirada y grito grosero, ese que tanto ofende a los dioses en los días del vatham. Algunos las empujaron; otros las escupieron, enloquecidos por una rabia que parecía inspirada por el mismísimo demonio.
Terminaron siendo salvadas del horror por la benevolencia de un monje de Ayyappan, que se apiadó de ellas y no dudó en rescatarlas aunque ello le obligase a tocar dos cuerpos impuros. Ese día comprendieron Neeja y Divya la gran mentira del mundo y del hombre; vieron a los peregrinos piadosos transformarse en fieras iracundas de corazón sombrío. Nada de dios hay en ellos; nada hay en dios para el hombre.
Mi corazón pudo verlas allí, de rodillas, insultadas y vejadas. Por cada grito de hombre, un golpe de mujer sobre mi punjab. Esa era la llamada para todas las mujeres de Kerala, el rotundo tambor que llama a la reunión y a la unión de las impuras. Que esta sangre que nos une nos mueva. Ya no levantaremos la mano para despedir a los peregrinos que parten hacia las montañas. Seremos nosotras quienes vayamos a la montaña. Démonos la mano, tú conmigo, hermana; tiende la tuya a la hija, a la abuela, a la nieta. Unidas con fuerza, desde la capital, en este primer día de enero, recién comenzado Makaravilakku, hasta las mismísimas colinas que rodean Sabarimala. 


El “muro de mujeres” lo han llamado las gentes del mundo. Más de seiscientos kilómetros de millones de manos unidas, de mujeres de Kerala que han decidido que ellas también son dignas del dios Ayyappan y de cuantos haya en la inmensidad del cielo.
Las más ancianas seguimos apoyándolas a golpe de gharana, en armonía y fuerza consagradas a la misión que la naturaleza nos reservó, la de dar vida y proteger la vida. Nuestras manos entrelazadas han llegado hoy al templo, a pesar de todos los infieles que han puesto el grito en cielo y en la tierra. Que suene hoy en todo cuanto conocemos la música que nos llama a ser iguales a los ojos del mundo y del hombre.












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