martes, 22 de agosto de 2017

PRIMER AMOR


Ignacio A. S., “Inacito”, mi primer amor, por Marisa Bono

Inacito y yo éramos vecinos del barrio. Vivía en el portal de al lado de mi casa, y tal vez porque tan solo había nueve días de diferencia entre nuestros nacimientos, todo nuestro entorno tuvo siempre claro que éramos novios y nosotros lo asumimos así de una forma natural. No hubiera podido ser de otro modo, de ninguna de las maneras.

Por edad, yo estaba un poco descolgada de los grupos de chicas. Estaban las mayores con dos o tres años más que yo, y las pequeñas, con la misma diferencia de dos o 3 años, pero menores que yo. Así pues, Inacito y yo fuimos aliados naturales durante los años de nuestra infancia.

Me encantaba su familia, sus padres: Ignacio y Mercedes; los hijos, Merceditas e Inacito.

Una familia típica de los años 60 en cuanto a los nombres se refiere; no eran los únicos del bloque que repetían en sus hijos sus mismos nombres; amables, siempre con una sonrisa en los labios y una palabra agradable para cada persona. No recuerdo haberlos visto enfadarse nunca, ni aunque nos pasáramos toda la tarde pegando balonazos contra la pared de su casa en el transcurso de nuestro juego infantil… Ahora que lo pienso creo que a Mercedes, la madre, había que hablarle en un tono más bien alto porque era un poco dura de oído, lo cual no resta ni un milímetro la generosidad de su actitud para con “los niños”.

Inacito tenía el pelo rojo y la cara llena de pecas. No le cabía ni una más; nunca lo vi moreno, no sé a ciencia cierta, si porque por aquel entonces no muchas familias iban de vacaciones a la playa o al campo, o porque a él en particular le resultaba imposible broncearse debido a la peculiaridad de su piel.

Estábamos en los mismos equipos de juegos, e incluso cuando éramos oponentes, siempre que podíamos y cuando los demás no nos veían, procurábamos echarnos una mano o hacer la vista gorda para que el otro tuviera más oportunidades a la hora de ganar.

En mi séptimo cumpleaños me regaló una figurita de cerámica de un pez, entre verde y amarillo, que me pareció en aquel momento el colmo de la delicadeza y el buen gusto. Lo tuve durante muchos años, hasta que desapareció en una de esas mudanzas que tanto me gusta hacer.

Pese a ser un noviazgo “consentido” por nuestras familias y amigos y aceptado por los protagonistas, con el desenlace natural de los hechos, no recuerdo que entre nosotros hubiera absolutamente nada de carácter sexual, ni cogernos de la mano, ni un beso, ni jugar a los médicos… En fin, más que novios parecíamos un matrimonio perfectamente acoplado después de años y años de convivencia.

¡Qué momento! No puedo remediar estar recordando esta historia y tener una sonrisa en los labios.

¡Qué ternura más grande! Ahora que mi vida está llena en su mayor parte de pasado, muchas veces me sorprendo pensando en personas y situaciones que hace muchísimo tiempo creí olvidadas entre una enorme capa de vida y rutinas diarias. De entre ellas, Inacito es una de las que tengo guardadas en mi memoria con más nitidez y cariño.

Hará más o menos un año, en uno de estos ataques de nostalgia. Busqué su nombre en Google; me encantó comprobar que allí figuraba su perfil profesional, ligado a la investigación, los inventos y las patentes. Se me había olvidado comentar lo listo que era y las buenas notas que sacaba en todas las asignaturas.

Me sentí orgullosa de sus logros; contenta de haber contribuido en una parte ínfima a ello y feliz, al comprobar que aún compartíamos nuestra existencia sobre este planeta.




Primer amor, por Olga Gallego

Uf, vaya temita más raro para una clase de psicología. El primer amor. Pero a quién puede importarle el primer amor de alguien como yo,  una asesina en serie con más de quince muertes en mi expediente. Será para analizar mi pensamiento y saber en qué punto se torció, ¿cuándo mi naturaleza pasó de "niña encantadora" -como decían mis padres- a "brutal asesina" -como afirmaban todos los periódicos-? ¿Qué me pasaría para pasar de jugar a las casitas y preparar el té para mis muñecas a jugar a los horrores y matar a todos mis amantes? Bueno, a todos no, sólo a aquellos que me recordaban a mi primer amor.

Era una tarde lluviosa de otoño en un mes de noviembre de hace ya un montón de años... Mi madre me había mandado a un recado y, al entrar en la tienda de ultramarinos, lo vi salir. Moreno, ojos azules, sonrisa picarona y un no sé qué en la mirada que te derretía por dentro. “Adiós, preciosa”, me dijo al pasar a mi lado, se me erizó el vello de todo el cuerpo y en ese instante lo supe: era el elegido, sólo él, y nadie más, podría hacerme temblar y estremecerme de aquella manera. En tal estado de confusión me dejó que volví a casa sin el recado y mi madre me castigó sin cenar, pero me daba lo mismo, lo había encontrado y ya nunca iba a dejarle marchar.
Pasé varias semanas merodeando por la tienda hasta que por fin un día lo vi, desaliñado y sucio, que entraba en la ferretería, la tienda contigua al ultramarinos. Era fontanero y tenía una “pickup” de color azul, con la parte trasera repleta de la herramienta necesaria para su trabajo, aparcada en el callejón. Me escurrí bajo la lona con el propósito de esperar el mejor momento para darme a conocer. Desconozco el tiempo que pasé allí escondida, pero debieron ser horas, porque me dormí un par de veces y tenía frío, además me dolía la tripa de hambre.

Era ya de noche y no sabía dónde estaba, me armé de valor y salí. Todo estaba oscuro y en silencio, la “pickup” estaba aparcada en la puerta de una granja, pero... Espera un momento ¡no puede ser! ¡es mi casa! Lo vI todo claro. ¡Él también se había fijado en mí y había ido a buscarme, esa tarde en la puerta del ultramarinos sintió lo mismo, y yo como una idiota escondida mientras que él me esperaba! Eché a correr hacia la puerta; es curioso, pero lo recuerdo todo como en un sueño. Mi madre y sus amigas estaban en el salón tomando una infusión y mis hermanos veían la televisión. Cuando llegué a la puerta él apareció por el lateral de la casa, llevaba una botas altas -como los pescadores-, guantes y chubasquero. Ni reparé en el cubo que llevaba en las manos, me eché sobre él abrazando su cuello y entonces lo noté. Un hedor insoportable se colaba por mis fosas nasales y mi garganta bloqueando mi cabeza, escuchaba las risas de mis hermanos y los gritos de mi madre, pero no distinguía lo que decía, sólo veía la  cara de "mi amado", que con los ojos muy abiertos repetía una y otra vez: “pero, pero, pero...”.

¡Me bañó de mierda de la cabeza a los pies! Un atasco en la bajante a la fosa séptica fue la causa de que mi madre llamara al fontanero. Desde ese día cuando me decían “adiós, preciosa” necesita calmar lo que me ardía por dentro, y así seguiría de no ser porque mis estúpidos hermanos decidieron vender la granja familiar, con su fosa séptica incluida. Y es que, es tan difícil deshacerse de un cadáver en la ciudad, con esos pisitos y sus escaleras y rellanos y, sobre todo, con sus vecinos.


El primer amor, por Ana Donate

Qué bonito recordar aquel sentimiento, tan limpio y tierno de mi infancia, hacia aquella personilla tan entrañable y cariñosa que robó me el corazón dos veces.
La primera ocasión de este enamoramiento tuvo lugar cuando teníamos entre 5 y 6 añitos; él era mi vecino de fines de semana y vacaciones de verano, tenía una sonrisa preciosa cuando te miraba y era como una luz enorme que iluminaba la estancia donde estuvieses.
Fue un amor muy bonito, tierno y sentido para mí, que soy muy emotiva, enamoradiza y sentimental desde pequeñita.
Al cabo de los años, ese amor infantil que nunca se olvida volvió a llamar a las puertas de mi corazón. Yo ya era más mocita y el sentir fue distinto, de otra manera, en cierta forma fue volver a disfrutar ese sentimiento que se había adormecido en mi corazón. Él seguía siendo igual de ladronzuelo de corazones, con esa sonrisa pícara que tenía; robaba el corazón a cualquier chica con la que se cruzara. Este amor que yo sentía se fue transformando en una gran amistad que perduró a lo largo de los años. En mi corazón siempre existió un rincón muy especial para él. Tristemente, la vida decidió que se fuera para siempre, pero yo le sigo teniendo muy presente en mi corazón.



Esperando al chico de la gabardina, por Emilia Ruiz

Mi madre no hace más que decirme que soy muy cría todavía para estar pensando en chicos, que tengo que centrarme en los estudios, porque son los que me abrirán las puertas del futuro. Y digo yo, ¡qué será eso del futuro!; creo que se refiere a cuando yo sea como ella y esté con hijos y tenga que preocuparme de lo que valen la leche y las galletas. Se pone muy pesada con que no podemos comprar todo lo que se nos pase por la cabeza; al parecer, no nos llega el dinero para acabar el mes. Y no veas cómo me enfada no poder desayunar lo que me gusta, pero todavía más aún que no me compren los pañuelos que venden en el mercadillo de Móstoles y que tanto me flipan. ¿Qué culpa tengo yo de la luz, el agua o el gas? Sólo quiero que él me vea muy guapa, que se acerque a decirme lo mucho que le molan mis zapatillas nuevas y que me mire como si no hubiera nadie más alrededor.

Lo veo en mis sueños. En realidad, cuando me voy a dormir lo que hago es cerrar los ojos e imaginar que mi espíritu se separa de mi carne y viaja desde mi habitación, por todo el pueblo, hasta la suya. Puedo entrar en su casa, verle con su familia, cenando, viendo la tele o pensando en mí cuando ya se queda solo en la oscuridad de su cama. Y así, con el alma de excursión, termino cogiendo el sueño hasta el día siguiente.

Hay otras niñas que siempre revolotean a su alrededor. A mí se me llena la cabeza de rabia e impotencia. Quiero ser yo en quien se fije. Y sé que lo hace. Siento que cuando se encuentra conmigo sólo existo yo, Y entonces, siempre se acerca a mí, me dice que le gusta el color de mi jersey y el de mi pañuelo, agarra mi mano y me lleva hasta donde se apagan las luces y ya no hay calles, para contarme qué es eso de besar, mientras me muestra el mapa de estrellas y caricias que el cielo de noche custodia.

En clase ando siempre perdida, ausente. Me da igual el examen de ciencias y los quebrados o las fracciones. Yo todo lo quiero entero, sin dividir, que un beso repartido no sabe igual y te deja con sensación de que algo se ha perdido entre los nervios y la emoción de poder ser descubierto sin querer.

“Continuamos con la lectura de la semana pasada, la de Los amores lunáticos, ¿os acordáis? Ya sabéis, en voz alta, que os veo muy atropellados y si no sois capaces de seguir la música del texto no podréis llegar a entenderlo”. Es un poco peculiar esta profesora. Sólo está con nosotros dos horas a la semana y no sé si alegrarme o escribir una carta al director para que hagan el favor de traerla todos los días. Dice que no, que tanto ejercicio de Lengua nos va a terminar secando el cerebro; se pone muy seria cuando empieza a explicarnos por qué a leer y a escribir se aprende tirándose a la piscina ésa de la que siempre habla. No sé si me entero mucho de qué va esto, pero siempre salimos de clase con alguna historieta suya bajo el brazo.

Ese lunes continuamos con el librito que llevamos intentando terminar desde noviembre. Entre las risas de unos y las bolas de papel de Juan, el follonero de la clase, no hay manera de que pasemos de capítulo. A tropezones, por lo mucho que molestamos y los parones que hace la profe para explicarnos el significado de algunas palabras, llegamos a la página 45, en la que a todos, en especial a las chicas, se nos dibujó una tonta sonrisa en los labios. Allí, el protagonista describía su beso con la guapa del libro, “su almíbar emocionado al rozar ese contorno rosa de sus labios…”. No creo que entendiera todas las palabras, pero las chicas y yo nos miramos como diciendo “eso sabe a beso, a uno de los dulces” y nos echamos a reír, con nerviosismo de “pava quinceañera”, que dice mi hermano.

“A ver, chicos. ¡Cómo sois, de verdad! Parecéis recién salidos del cascarón… ¡Ay, qué hermosa inocencia!”. Más risa se me venía a la cabeza de escucharla hablando de “candidez” y “sentimentalismos”, que decía ella. No tengo muy claro que los mayores sepan qué gusanillo nos atrapa el estómago cuando soñamos con que el chico que más nos gusta nos besa en los labios…

- Igual creéis que yo soy extraterrestre y no sé qué es eso del primero beso potente, el del primer amor…

- Cuéntalo, profe. ¿Tú te acuerdas del primer chico que te besó?

-¡Que si me acuerdo, dices; anda que estás tú buena, niña! Esas cosas no es que se recuerden, es que se quedan grabadas a fuego, para siempre, en las neuronas sabias, las de la memoria eterna… ¡Cómo iba a olvidar ese 30 de enero de 1992!

-¡Hala, profe! ¡Ahora dirás que hasta de la hora te acuerdas!

-¿Lo dudáis? Mira, esto no va a ser clase de Lengua. Va a ser el tema 0, dedicado a “episodios memorables de la vida y la obra”… Yo tenía vuestra edad, más o menos. Ahora, ya os lo adelanto, que ni móviles, ni mensajes instantáneos ni historias tecnológicas; nosotros no recuerdo cómo quedábamos, pero, una vez concertada la cita, no había marcha atrás, porque, en caso de arrepentirte, o buscabas en el listín telefónico el número de la casa del chico o chica, arriesgándote a que se pusiera su padre, o, lo que es peor, su madre, o simplemente dejabas que al individuo le salieran canas esperándote en el sitio de marras. Cuando a mí, aquel muchacho de paso elegante me dijo “te espero a las ocho y cuarto en el Yes” supe que tenía que presentarme como a una guerra, puntual y sin miedo, no a las ocho, sino a las siete y media, no se me fuera a hacer tarde. Mi amiga Mari, que no es muy de arreglarse, me prestó un pantalón de peto color burdeos y yo lo combiné con una blusa de flores alegres; mi zapatones con cordones, como era moda, y un abrigo de paño azul marino. ¡No te rías, que bien mona que iba”.

A todos se nos iban las risas; parecía una chalada sacada de la televisión antigua, la que mi padre tiró hace poco y pesaba una tonelada, con pantalla de vidrio y colores chillones. Pero era gracioso escucharla…

“Cuando llegué, creyéndome puntual, me di cuenta de que él me había ganado. Llevaba una gabardina y, con ella aún puesta, jugaba al billar, él solo, como si fuera un hombre de catorce años. O estaba loco o Paul Newman se estaba encarnando, masculinamente serio, con aire de seductor, delante de la pazguata del pueblo de al lado, que era yo. Y con cara de boba me quedé, observando cómo aquellas bolas de colores iban de acá para allá sobre su mesa de baile. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que él me sugirió salir a la calle, a pasear y charlar, que aun siendo enero no se notaba frío cerca del mar. Y allá que nos fuimos, callejeando y parloteando sobre sabe Dios qué. Llegamos a la puerta del cine de verano; no había nadie que anduviese en invierno merodeando el contorno, así que nos sentamos tranquilos en un banco de piedra blanca, como si fuésemos  a recoger las entradas de la sesión continua. El mejor primer plano, el de ese mágico beso…”.

A mí esta profe me mata. ¿¡Qué hace contándonos esas cosas!? No sé qué iba a pensar mi madre si nos viera a todos por un agujerito, con cara de bobos, escuchando las historias de esta pirada de los dictados y las redacciones.

“… Su mano, de dedos finos y alargados, se deslizó sobre mi cabeza, acariciando mi pelo, bajando hasta alcanzar el cuello y, entonces, ciñéndolo contra él, hizo que mis labios terminaran encontrándose con los suyos. De repente, se me olvidó dónde estaba; durante segundos, que me parecieron horas o días o una vida entera, se me había anegado el estómago de mariposas y sentía la miel de su boca en mi boca…”.

En seguida saltó Ana, rompiendo la magia, “¡y sentiste que se te derretía el cerebro! ¿a que sí, profe? Eso me ha pasado a mí. El muchacho con el que voy ahora es un poco mayor que yo. No creas, no ha pasado nada de mayores… Pero, cuando me besa, yo también tengo mariposas de ésas…”.

Nos miró sonriéndose, comprendiendo. Le preguntamos si aquel chico fue su novio de siempre. No recuerdo bien lo que nos respondió, pero entendí que no, que “sus besos iban y venían, pero nunca se quedaron”. Yo no quería que a mí me pasara eso. ¡Qué triste! Si es verdad que le gusto y que los colores de mi pañuelo son los más bonitos del mundo, pues tiene que ser así para siempre. Porque el amor es para siempre, ¿no, mamá? “Ay, hija, claro, pero el siempre no es siempre el mismo; es un siempre distinto, con el amor de antes, pero no el de siempre”.

No me entero de nada con esta madre mía, que o no sabe o me está engañando. Su marido es el mismo marido de siempre, pero ¿su amor no es como siempre? ¿Hasta cuándo dura el siempre? ¿Aguanta hasta que uno se muere y el otro, roto en tristeza, le llora? ¿O el siempre no entiende de muertes y se alarga incluso después, en el más allá, aunque allí no haya besos ni mariposas?

Me angustian al final tantos “siempres” cuando aún no tengo ni un ahora, porque digo yo que poco promete el final si no se arranca ya la película. Espero el día, impaciente. Quizá no lleve blusa de flores y abrigo azul, que eso ya no se lleva, pero acudiré puntual a mi cita con mi chico de gabardina color tierra y paso elegante. ¡Ay, que no, que ese era el del billar, el de mi profe! Bueno, mi media naranja vendrá a darme ese beso, yo espero que en primavera, y no en enero.

“En los tiempos antiguos existieron unos seres que eran mitad hombre, mitad mujer, reunían ambos sexos en un solo cuerpo. Se llamaban andróginos y osaron querer invadir el Olimpo de los dioses. Así que Zeus decidió castigarlos lanzándoles un rayo y separándoles para siempre. Cuenta la leyenda que, desde entonces, los hombres y las mujeres vagan por el mundo buscando a su otra mitad, la que debería completarles y hacerles sentir plenos. De ahí lo que conocemos como “la media naranja”, que hace que todos pasemos la vida esperando encontrar a “mi otro yo, el que me falta”. Yo quiero esa mitad, que apuesto a que es él, porque estoy segura de que, cuando me mira, nuestras cortezas de naranja se ajustan perfectamente; estamos destinados a ser lo mismo, para siempre, aunque luego el siempre decida ser distinto al de ahora, aunque se arrugue la piel de esta naranja o incluso se poche por alguno de sus lados.

Y sobre esto, mi profesora, la de los besos con el de la gabardina, nos da la solución para ahuyentar preocupaciones, porque dice que, aunque es muy bonito encontrar a la persona con la que complementarse y con quien compartir mariposas, lo que debería importarnos es encontrar a la otra mitad, la que nos falta, dentro de nosotros mismos, porque, como dice, el primer amor verdadero es el que encontramos en nuestro interior. No termino de entenderlo, pero me parece que quiere decir que antes de nada hay que quererse a uno mismo, que dentro de nosotros está la verdadera media naranja, y que, si luego, como regalo, la vida nos trae limones, pues mira tú qué bien. Puede que andemos esperando a alguien de fuera, cuando nuestro yo de dentro nos está desde hace años buscando. Me gusta la idea, porque digo yo que solteros hay por el mundo, como mi tía, que también tienen derecho a ser felices, aunque no tengan ni mitad ni cuarto de ninguna fruta. Pero, a mí, estoy segura de que me encontrará él, más que nada porque en este pueblo me parece a mí que no hay mejor mitad que la mía.

Y después del primer beso se ve que hay muchos. Hasta que uno termina queriendo echar raíces. Y esa fue la última clase de mi profesora. Nos contó que el primer regalo que recibió fue un marquito de plata, con una foto en la que ella posaba con alguien especial, y que llevaba grabados dos nombres, Baucis y Filemón, qué bien raros son, quizá porque suenan a antiguo.

“Cuentan que, un día, Zeus, el que más mandaba en el monte de los dioses, y Hermes fueron a un pueblito enmascarados, a pedir asilo y atenciones. Nadie les hizo caso, salvo un matrimonio que, con toda la generosidad, aun desconociendo quiénes eran en verdad los que a su puerta llamaban, dieron de comer y de beber y les brindaron un lecho. Como recompensa, admirados de su entrega desinteresada, Zeus les concedió un deseo, lo que quisieran, y ellos no pidieron tesoros o la inmortalidad. Sólo deseaban envejecer juntos hasta el final de sus días, eso sí, sin que ninguno de ellos tuviera que ver morir al otro. Antes de que eso sucediera, los dioses permitirían que los ancianos se convirtiesen en árboles, un roble y un tilo, de manera que su amor no muriese, sino que se perpetuase a través de sus hojas, sus troncos y sus raíces”.

¡Me pareció un final tan hermoso! No es que esté yo ahora pensando en hacerme viejecilla ni en convertirme en árbol, pero quizá para el futuro ése que tanto preocupa a mi madre… No es mal final. Digo yo que igual se refiere ella a eso cuando me habla del amor de siempre que no es como siempre. A lo mejor no es el mismo de antes porque ya anda transformándose en tronco y en rama leñosa. Bueno, no sé. Es tontería preocuparse de las raíces cuando aún no ha germinado esta semilla. Sigo esperando al chico de la gabardina, al del primer beso, mientras elijo el color de mi pañuelo de hoy.

LOTERÍAS


“Un número especial”, por Gloria Gallego Guerrero 

Hoy quería comprar la lotería; eran las 7 de la tarde (o las 19 horas) y  me bajé en la línea 5.

Quería que fuese un número especial.

Podría contar los pasos hasta llegar a la  cola y ese podría ser mi número: 1, 2, 3, 4, 5, 6,… Ufff, se me fue la cabeza, un montón de pasos y eso no soluciona mi dilema.

¡¡Había mucha gente intentando conseguir los últimos números!!, pero yo no quería un número cualquiera.

Terminado en 2, que es el día de mí cumple. El 56, que son mis años, o el 61, del año en que nací… El 17, que es el año que comienza…

Mi carnet de identidad termina en 69, un buen número también, seguro que ese se ha agotado enseguida…

Mi casa, el 25, un número muy bonito, pero con poca personalidad, muy ahí en el medio.

El 4, donde viven mis padres; el 5, la casa de Madrid; el 21, en José Picón, y de todos los demás ni me acuerdo, no tenían que ser interesantes.

¡Podría contar la gente que pasa con pantalón vaquero de ahora a que me toque y así dejaría decidir al destino! El destino…

1, 2, 3, 4, 5, 6, ese no sé si es un vaquero. Se lo podría preguntar porque, claro, no es lo mismo 1 más o 1 menos. Esto no lo soluciona.

Podría buscar un 47, los números de la contraseña del banco, pero claro, un poco arriesgado, luego tendría que cambiarla y ya tengo bastantes números en la cabeza.

La contraseña del teléfono termina en 53; es un número bonito, pero puestos en los cincuenta prefiero el 56, que serán los que cumplo este año. El otro día me lo preguntaban y no recordaba si tenía 55 o 56, claro son tantos…, por ahí, por los 50. Mis hijos van por los 20; recuerdo yo los 20 como una época de sufrimientos, espero que para ellos sean más felices.

Cogí el 661 para llegar a Madrid. Este número lo uso mucho, pero es verlo y ya me agobio. No, ese no.

Y, si hablo de agobio, me recuerda la báscula, que voy por 64 y tendría que estar en 55.

O sea, que tengo 50 y soy de los 80 y nací en los 60. Mis hijos, que nacieron en los 90, serán de la primera década del 21, a esa que aún no han puesto nombre. Tendrán ellos que cumplir 50 y yo tendré 90.

La Nacional 6, la carretera 503 y 506, la M-50, M-40, la M- 30…

56 años, DNI 69, peso 54, contraseña 53, vivo en el 25 del 28210, ¡por favor, qué lío!  “Y dígame, ¿qué número le gustaría?”.


 Musiquilla celestial”, por María Luisa Bono Bandera

Abro el ojo sobresaltada y ya es de día.

¡Qué luz, qué sol! ¡Hoy es la lotería!

Salto de la cama y, aún en pijama,

pongo corriendo la tele y escucho el soniquete

“Nino naninoooooo ninoninooooooooo.

Mil eurooooooossssssssss”.

Imagino esta musiquilla celestial

en los pasillos de la oficina, aquí es esencial,

en el tren, la peluquería, el autobús y el salón,

en el mercado, el taxi, el banco y la estación.

Me preparo el café y las tostadas

y me siento ante la tele ilusionada,

sueño con el gordo todo para mí

y casi casi entro en frenesí. 

“Nino naninoooooo ninoninooooooooo.

Mil eurooooooossssssssss”.

Vuelvo a la realidad en un instante

cojo papel y boli muy expectante,

dispuesta a anotar todos los premios

y a no poner en ello nada de ingenio.

Y, entre sorbo de café y “bocao” a la tostada,

a lo tonto tonto doy alguna que otra cabezada.

“Nino naninoooooo ninoninooooooooo.

Mil eurooooooossssssssss”.

Me despierto del sueñecito sobresaltada

pensando si seré yo la afortunada…,

y, mientras salen las aburridas pedreas,

compruebo mis números, no vaya a ser que sea y

que sin saber tenga el gordo en la mano

y pueda los números premiados dejar de anotar,

para pasar a la siguiente fase, o sea, festejar.

De momento, parece que no me acompaña la suerte

y sigo anotando los premios aquí y ahora, en el presente.

“Nino naninoooooo ninoninooooooooo.

Mil eurooooooossssssssss”.

No sé muy bien cómo me las apaño,

pero entre el pis, el hambre e ir al baño,

no paro de levantarme del cómodo sillón

dejando de prestar al sorteo toda mi atención.

Pasan los minutos y las horas

y llego a la acertada conclusión

de que, cada vez que me levanto,

salen los premios gordos a mogollón.

“Nino naninoooooo ninoninooooooooo.

Mil eurooooooossssssssss”.

Ya casi son las doce y el sorteo va a terminar,

empiezo a colocar los premios, para mejor comprobar,

los números que entre Juan Carlos y yo hemos comprado,

para mirarlos y remirarlos, y ver si nos ha tocado.

Después de más de una revisión,

llegamos a la triste conclusión,

de que el año que viene, tocará repetición;

Aunque puede que sea posible

que haya errado en la ajetreada anotación,

Y me quede todavía la ilusión

De comprobarlos por última vez, en el “periódico- ón”.

“Nino naninoooooo ninoninooooooooo.

Mil eurooooooossssssssss”.

“Aquel 22 de diciembre”, por Encarna Bas

Aquel año, había sido nefasto. El padre de Juan había muerto el verano anterior. Su vida había cambiado totalmente: su madre se había puesto a trabajar, ya no estaba tanto en casa y, cuando su hermana María y él llegaban a casa, después del cole, la casa estaba vacía, en el amplio sentido de la palabra .

Habían pasado de poder comprar lápices, cuadernos, chuches…que todo era muy caro y el dinero se utilizaba para cosas importantes, como la comida, el gas, la luz y el cole.

La cabeza de Juan tampoco pasaba por su mejor momento. Había perdido la ilusión, no soñaba con hacer planes y su imaginación estaba congelada.

Se acercaban las Navidades y el ambiente familiar estaba gris .Un compañero del cole le regalo una participación de lotería  de la oficina de su padre. No se la enseñó a su madre; la guardó como un tesoro entre sus cuentos y fue como si se le hubiera abierto una ventana.

Se imaginó que le tocaba mucho dinero y que volvían a ser felices .

Llegó el 22 de Diciembre; el cielo de la ciudad estaba cubierto, no por nubes, sino por los deseos de todos sus habitantes. Aquellos trocitos de papel con un numero impreso tenían la posibilidad de convertirse en una casa, un viaje, un coche, unas deudas pagadas…..y el número de Juan equivalía a la felicidad, algo abstracto, pero que daba paz.

El número de Juan no tocó ni tampoco el reintegro, ni nada de nada. Salió a la calle a dar una vuelta, estaba de vacaciones; por lo menos así vería luces mientras llegaba la hora de la llegada de su madre. Su hermana estaba en casa de una amiga y él se sentía solo.

En un rincón vio un bulto marrón, se acercó y  dos ojos negros le miraron con infinita tristeza. Era un perro sucio y feo. Siguió su camino. Los ojos lo acompañaban. Retrocedió.

-No te voy a dejar aquí. Te comprendo muy bien, le dijo al perro.

Juan pensó que se la jugaba llevándolo a casa; era una boca más; estaba sucio. Todo era una complicación, pero tenía que probar y, haciendo acopio de valor, lo cogió en brazos y el perro se dejó.

Por fin, llegaron su madre y su hermana. Él estaba de los nervios. Lo vieron, primero con sorpresa y en silencio. Al cabo de un rato, la madre esbozó una sonrisa, la primera en muchos meses. Comenzó la realidad, había que mantenerlo, vacunas, sacarlo a pasear varias veces al día…

Se sentaron en el cuarto de estar los tres. Juan buscaría un trabajito por las tardes para contribuir a la alimentación. María lo sacaría al venir del cole y la madre no puso demasiadas pegas. Los tres sonreían. A ellos también les había tocado la lotería, no una lotería al uso, claro, pero les había tocado una llave especial, para abrir nuevamente la puerta de la estabilidad.

“66.513”, por Olga Guerrero Gallego

"Campana sobre campa-ana, y sobre campana u-una..."
¡Hartita me tiene ya el villancico del centro comercial y eso que lleva solo una semana! ¡Madre mía, la que me espera! Claro, que igual a los veintiún días dejo de oírlo, ¿no dicen que para integrar una nueva rutina en tu vida debes llevarla a cabo durante veintiún días seguidos? Pues eso, en dos semanas integro el villancico y ya. Bueno, eso si no me lo cambian antes, que será lo más probable. Voy a tomarme un café al bar de Antonio, a ver si me quita este frío que tengo calado en el cuerpo.

Antonio es un buen hombre que regenta el bar que heredó de su padre, un local viejo y triste que pide a gritos un cambio de aires, nueva decoración, obras en los baños, ampliar la cocina... En otras palabras, una reforma extrema; Antonio lo tiene todo pensado y calculado, aunque le falta el dinero. Lleva meses peleándose con los bancos, pero, como siempre pasa, todo son largas y papeleos.

-Antonio, ¡ponme un café que vengo helada! Cóbrate y toma, te traigo el décimo que me pediste, a ver si te gusta. Es el 66513. Me voy fuera, que creo que me están buscando.

- No señora, del 5 no me queda. Llévese el 7, que dicen que este año traerá suerte por eso de que acaba en  7…
- Pues no, no sé cómo calcular su número de la suerte a partir de la fecha de nacimiento. No, a partir del peso y la talla, tampoco.

Todos los años igual, distintas personas, pero siempre las mismas preguntas. Si yo supiera el número afortunado, sería la primera en jugarlo y con seguridad lo compartiría con mi gente, mis amigos, mi familia... pero no con un extraño al que le vendo un décimo. 

Ahí está otra vez, y como siempre en martes y a la misma hora. Toca al timbre, le abren, sube y, a las dos horas, baja de nuevo. Muy misterioso, sobre todo porque en ese edificio solo viven una pareja de ancianos, una familia de rumanos (buena gente, pero sin papeles en regla), un profesor jubilado y Elsa Montes, una vedete de la época del destape con años de más y éxitos de menos. Si tengo que decidirme por alguien, me decanto por... ¡Elsa! Es la única que puede permitirse un masajista a domicilio cada semana, que digo yo que de eso tratará tanta visita. ¡Uy, creo que viene hacia aquí!

- ¿Perdona? ¿El 3? Sí, claro que me queda, ¿cuántos dices? Toma, son 80€. 

Parece que la tarde está animada, a este paso antes de que dé la hora habré terminado con todos los décimos.

- Hola, buenas tardes. Sí, claro que tengo. Elíjalo usted misma. Gracias.

- No, del 4 no queda ya nada; solo tengo el 3, el 6, el 7 y el 8. Son pocos sí, pero es que hoy es el último día. Le recuerdo que mañana es 22. Llévese el 3, bueno el 13, que igual este año le trae suerte. Hágame caso, que no se arrepentirá, bueno como quiera, tenga el 7.

Nada, que no hay manera de vender el 13. Al final, me los voy a tener que quedar todos y llevo unos cuantos. Bueno, quitando los tres que se ha llevado el misterioso visitante de los martes y el que le he vendido a Antonio, me quedan.... uno, dos, tres, cuatro... ¡puf, un montón! El 66.513…Pues a mí me parece un número bonito.

Por ahí viene Macarena con su niña, la pequeña Luna. Macarena es la hija del quiosquero, una chica adorable, educada y muy buena estudiante. Una noche, el primer año de facultad, salió con sus amigas de copas un fin de semana. A última hora decidieron  entrar en un “after” nuevo, uno que está por la calle Desengaño. Todo eran risas y baile hasta que empezó a sentirse mal. Un fundido en negro es lo último que recuerda; se despertó en los baños, la ropa desgarrada, la boca seca, amarga y el alma rota en mil pedazos porque no podía, no quería creer lo que le había pasado. Nueve meses después nació Luna. “Macarena, ¿quieres lotería? Venga, mujer, que seguro que toca: el 66.513... Toma, sí 20€. ¡Suerte!”.

- Hola, Iván. ¿Cómo vas? Me alegro, ten cuidado con los escalones, que por la noche los mueven. Iván es un chaval con daño cerebral sobrevenido, un accidente de tráfico le ha dejado con secuelas de por vida; camina con dificultad, apenas puede hablar y su capacidad intelectual es la equivalente de un niño de 6 años. Depende para todo de sus padres, dos ancianos de 70 años que se han dejado la vida por su hijo y que no pueden permitirse enfermar ni, por supuesto, morir. ¡Qué duro llegar al final de tu vida y no poder disfrutarlo! 

- Toma, Iván, un décimo para mañana, el 66.513 ¿a que es bonito? Guárdalo bien, que seguro que toca. 

Caray, qué jaleíto he tenido al final. El impulso de la última hora y las últimas corazonadas me han salvado la campaña y me he quedado solo con tres décimos del 66.513. Me los echaré como regalo de navidad, que este año no llevo nada de nada.

La emisora sonaba como siempre en el bar de Antonio: "... y a las 13:00 horas del 22 de diciembre sale el gordo de la lotería de Navidad. El número agraciado es el 66.513, que se ha vendido íntegramente en Madrid. ¡Enhorabuena a todos los afortunados!".





LA LOTERÍA, por Ana Donate

Por fin llegan las Navidades y, con ellas, una de las costumbres más populares desde de estas fechas desde que tengo memoria, el premio de la lotería del 22 de diciembre, el premio gordo de Navidad, que acto seguido pasa a convertirse en el día de la salud.
Hasta el que no tiene ninguna costumbre de comprar lotería, para ese día compra, como yo.
Bueno, pues llegó el día. Me levanto nerviosa y contenta porque hoy es el día en que me tocará la lotería. Empiezo a preparar todo lo que conlleva para mí el día del sorteo. Enciendo el televisor; en mi mesa pongo un mantel blanco, para ir preparando mi altar particular del día de la lotería de Navidad; lo hago todos los años, es una tradición.

Saco todos los décimos y participaciones que tengo y los coloco por orden, de menor a mayor. Enciendo mis velas especiales del dinero y pongo a mi San Pancracio con su perejil y su moneda y espero a que empiece la retransmisión del sorteo de Navidad. Comienzan a salir los números premiados y ninguno es el mío; todas las ilusiones de lo que tenía pensado hacer con el premio se desvanecen y las guardo para el año que viene, que seguro que ese sí que me toca, estoy segurísima…



La llave de la felicidad, por Encarna Bas

Aquel año había sido nefasto. El padre de Juan había muerto el verano anterior. Su vida había cambiado totalmente; su madre se había puesto a trabajar, ya no estaba tanto en casa y, cuando su hermana María y él llegaban a casa después del cole, la casa estaba vacía, en el amplio sentido de la palabra.
Habían pasado de poder comprar lápices, cuadernos, chuches, a que todo fuera, de repente, muy caro y el dinero se utilizaba para cosas importantes como la comida, el gas, la luz y el colegio.
La cabeza de Juan tampoco estaba en su mejor momento. Había perdido la ilusión, no soñaba con hacer planes y su imaginación estaba congelada.
Se acercaban las Navidades y el ambiente familiar resultaba gris .Un compañero del cole le regaló una participación de lotería  de la oficina de su padre .No se la enseñó a su madre; la guardó como un tesoro entre sus cuentos y fue como si se le hubiera abierto una ventana.
Se imaginó que le tocaba mucho dinero y que podrían volver a ser felices.
Llegó el 22 de Diciembre, el cielo de la ciudad estaba cubierto, no por nubes, sino por los deseos de todos sus habitantes. Aquellos trocitos de papel con un numero impreso tenían la capacidad de poder convertirse en una casa, un viaje, un coche, unas deudas pagadas… El numero de Juan equivalía a la felicidad entera, algo quizá demasiado abstracto, pero que le procuraba paz.
El número de Juan no resultó premiado, ni tampoco el reintegro ni nada de nada. Salió a la calle a dar una vuelta; estaba de vacaciones y por lo menos vería luces mientras llegaba la hora de que su madre regresara; su hermana estaba en casa de una amiga y él se sentía solo.
En un rincón vio un bulto marrón, así que se acercó y  dos ojos negros le miraron con infinita tristeza. Era un perro sucio y feo. Siguió su camino. Los ojos le acompañaban. Retrocedió.
-No te voy a dejar aquí. Te comprendo muy bien, le dijo al perro.
Juan pensó que se la jugaba llevándolo a casa. Era una boca más; estaba sucio. Todo era una complicación, pero tenía que probar suerte y, haciendo acopio de valor, lo cogió en brazos; el perro se dejo.
Por fin, llegaron su madre y su hermana. Él estaba de los nervios, lo vieron, primero con sorpresa y en silencio. Al cabo de un rato, la madre esbozó una sonrisa, la primera en muchos meses. Comenzó la realidad; había que mantenerlo, vacunas, sacarlo varias veces al día…

Se sentaron en el cuarto de estar los tres. Juan buscaría un trabajito por las tardes para contribuir a la alimentación. María lo sacaría al venir del cole y la madre no puso demasiadas pegas. Los tres sonreían. A ellos también les había tocado la lotería, no al uso, claro, pero la suerte sí les había traído una llave para abrir, nuevamente, la puerta de la estabilidad.

EL DUELO


A las 22 horas de esta noche me he citado con ese muchacho con el ánimo de que nos batamos en un duelo ¡A muerte! me gritó cuando nos despedíamos -que así sea- fue mi respuesta, aunque mi ánimo no estaba muy de acuerdo con las palabras que salieron de mi boca.

Cae la tarde y, mientras camino al lugar acordado, vienen a mi mente recuerdos de otros tiempos. Aquí estoy ya, sentado bajo un roble centenario en la Plaza de las Comendadoras, esperando a mis padrinos: Yuso y Suso. Yuso, amigo de la infancia y compañero de armas al servicio de su majestad desde hace tiempo; muchas alegrías y alguna que otra pena hemos compartido con una buena jarra de cerveza en la mano. Suso, gran espada de la reina y el mejor testigo que un hombre pudiera tener.

Su Majestad ha prohibido los duelos y aquellos que desobedecen la orden se ven privados de sus posesiones , si mueren en el lance, son excomulgados y sus familias expulsadas de la ciudad; pero tengo la certeza de que, si muriera esta noche, Suso se encargaría de procurarme un digno entierro y de que a mi familia no le faltara de nada.

Igual muero, no es mi deseo, pero puede suceder y esta idea de la muerte me trae a la memoria a mi amigo, mi hermano de armas y batallas, que murió en un duelo la madrugada del 3 de abril. Antolín era su nombre, alto y fuerte, pelo blanco y barba cuidada y una sonrisa que provocaba que todas las mujeres se rindieran a sus pies y le colmaran de mimos y lisonjas. Pero no os creáis que sólo provocaba ese efecto en las mujeres; también los hombres -y hasta los más toscos y hostiles- se rendían a su persona. Si él hablaba, todos lo escuchaban; si reía, todos lo hacían y puedo asegurar que, con él, la risa estaba garantizada. Era el mejor contando historias y chismes; ni en los mejores mentideros de la corte se reían tanto y disfrutaban como lo hacían oyéndolo a él.

Era, como digo, el mejor amigo que un hombre pueda tener y era mi hermano.
Aquella noche funesta, ese maldito extranjero lo mató a traición de una puñalada en el costado, y digo “traición”, porque la daga la llevaba escondida bajo la chaqueta y Antolín no tuvo tiempo de reaccionar ni defenderse. Ante tal acto de deshonor, todos salieron  huyendo y yo corrí tras él, mientras Yuso -el otro testigo- socorría a nuestro amigo. Lo alcancé y muerte le di, vengando así a nuestro hermano.

Los meses han pasado y hoy me bato en duelo con el hijo del traidor, que cree estar luchando para limpiar el honor de su familia.

Alguien se acerca, creo que son mis testigos -¡aquí, hermanos!-. Os dejo, voy a poner en orden mis asuntos antes de enfrentarme a mi oponente. Solo espero que si esta noche muero, alguien ponga una cruz en este sitio, en señal de duelo por mi duelo.
Olga Guerrero Gallego

............ 
EL DUELO

El duelo es la reacción normal ante cualquier tipo de pérdida, ya sea por el fallecimiento de un ser querido, por la pérdida de algo material a lo que teníamos mucho apego, o, simplemente, por el final de unos sentimientos.

Cualquier tipo de estos duelos siempre significa tristeza, apatía y mucho dolor.

Cada persona tenemos una forma diferente de vivir un duelo y un tiempo diferente de superación. No por haber tenido mucho sentimiento de amor hacia lo que ya no tenemos es más difícil de superar, cada cual tiene una manera de vivir su duelo.

El sentimiento de duelo no tiene que aparecer siempre cuando existe la pérdida, sino que puede que llegue antes que ella, la pérdida.

El duelo para mí es un sentimiento de miedo que se encuentra siempre presente en el día a día.


El duelo siempre va asociado a una pérdida y una pérdida siempre irá unida al dolor.

Ana Donate

...........................................





Que conste que, a mí en particular, este no me parece un tema de verano…. Ni aunque le ponga música y lo cante Georgie Dann.

1.    Duelo: Combate o pelea entre dos a consecuencia de un reto o desafío…

…Miraré el siguiente.


2.    Duelo: Dolor, lástima, aflicción o sentimiento….

…. No, con este tampoco puedo…

3.    Duelo: Demostraciones que se hacen para manifestar el sentimiento que se tiene por la muerte de alguno….

… ¡Qué mal rollo!.... miraré el último… 

6. Duelos y Quebrantos: Fritada hecha con huevos y grosura de animales especialmente torreznos o sesos, manjares compatibles con la semiabstinencia que por precepto eclesiástico se guardaba los sábados en los reinos de Castilla.

Pero, ¡vamos a ver! Seamos sensatos, ¿quién puede poner un nombre así a una comida? Efectivamente, un nombre que te lleva a la contradicción y a la duda, que sí, pero no, que enfrenta el placer de comer con un nombre tan penoso (este debe ser el duelo), que siempre te deja el regusto amargo del pecado, siempre tiene que ir asociado a la institución eclesiástica.

Puestos a ponerles nombres a las comidas, lo primero sería no dejar que ningún miembro de la iglesia lo eligiera, y, luego, lo suyo sería que lo inventaran. Hay nombres tan sugerentes y tan graciosos de comidas, chimichurri, salmorejo…., y que, sobre todo, te dejan comer con la conciencia bien tranquila, sin que con cada bocado sientas que estás cayendo en lo más profundo del infierno.

Siempre con ese sentimiento de culpa que no te deja disfrutar de las cosas plenamente. Como si fuera incompatible el pasarlo bien en esta vida con la siempre cuestionable recompensa que pudiera haber en la siguiente….

¡Ay madre mía! ¡En qué lio me estoy metiendo, cuando en definitiva este tampoco es un tema para el verano!
Marisa Bono

EL SILENCIO

EL SILENCIO, Encarna Bas Empezaba a hacer fresquete, cambiábamos de estación y parecía ayer que sacábamos la ropa de verano. Vacié...