jueves, 18 de abril de 2019

LLEGARÉ TARDE


Llegaré tarde...


En mi grupo de personas más próximo, hay algunas que nunca llegan a la hora que dicen, pero tengo una gran amiga en especial, mi amiga Sarita, que jamás de los jamases será capaz, por mil años que pasen, que nunca, pero nunca podrá ser puntual.
Ya puedes quedar con ella con mucha antelación, por la mañana, al mediodía, a media tarde, o por la noche, que siempre tendrá una excusa para no estar a la hora quedada.
Tu siempre corriendo, con prisa, angustiada, preocupada, mirando el reloj, que te pareces al conejo de Alicia en el país de las mil maravillas para estar a tu hora. Y ella llegará cuando le parezca bien, en ocasiones es muy respetuosa y te llama cinco minutos después de la hora quedada para decirte que llegará 15 minutos tarde, que se convertirán en media hora, pero ella es así, la tranquilidad personificada. Lo ha sido siempre.
Cuando aparece le digo, Sarita tú nunca llegarás a tiempo y ella, riendo y mirándome, me contesta con una sonrisa: “Llegaré tarde….. pero llegaré”.

Ana Donate

Las he paseado de acá para allá, en el tren, el autobús, el metro, a pie, de El Escorial a Madrid y de Madrid a El Escorial. En el coche de El Escorial a Madrid a Ocentejo, de Ocentejo a Madrid a El Escorial…Y nada.
Me he asomado a la ventana, he mirado por la mirilla de la puerta, he buscado bajo la cama y detrás de la puerta de la cocina, entre las rendijas y espacios pequeños de los cojines del sofá, en el primer cajón de la cómoda y bajo la encimera de la cocina… Incluso he levantado la alfombra. He preguntado en la verdulería, a mi pescadero, en la oficina, al conductor del autobús, he llamado al 010, y he hecho una búsqueda en Google…..Y nada de nada. Ya tengo claro que a esta reunión también llegaré tarde con el tema.
Marisa Bono

Me despierto una mañana de invierno, unos de esos días de febrero q amanecen con helada, pero que, según van pasando las horas y sube el sol, se convierten en primavera. Es demasiado pronto para levantarme. Me estiro en la cama, perezosa y lentamente mientras recapitulo en mi mente las tareas de la día… Vuelvo a dormirme.
6:45- Suena el despertador. Me despierto, lo apago, me levanto, abro la persiana y me voy a la ducha. El agua caliente me reconforta.
7:00- bajo a la cocina. Preparo mi desayuno y mi almuerzo y el bocadillo y la comida de mi hijo, que tendrá que calentarse cuando vuelva a casa a eso de las 14:30.
7:15- Desayuno, la tostada me sabe rara ¡Mierda! Con el despiste del sueño me he untado una crema que no me gusta; hago un esfuerzo y me la como. Lo que sea con tal de no volver a preparar otras.
7:30- Subo a hacer la cama, secarme el pelo, lavarme los dientes y a despertar a mi hijo.
7:40- Baja el durmiente, después de tres o cuatro avisos tipo: “me voy ya, que pierdo el tren”.
7:45- Salgo de casa rumbo a la estación.
7:57- Sale mi tren. Me siento en el primer vagón, saco las gafas y el libro y me pongo a leer. Según haya dormido y tenga más o menos cansancio, así aguantaré con la lectura, pero siempre acabo dando un pestañazo en la últimas paradas.
8:45- Llegada a destino. Salgo de la estación y me encamino hacia el trabajo. Voy rodeada de niños que van al colegio. Van contando lo que aprendieron ayer, o los problemas que tienen con sus amigos o bien echan carreras a ver quién llega antes al semáforo mientras suenan de fondo los gritos de sus padres: ¡¡¡para, para, para!!!
8:50- Llego al trabajo. Enciendo los ordenadores y me preparo café. Mientras llegan el resto de los trabajadores, aprovecho para poner al día las órdenes de compra, los albaranes de venta y el stock. Reviso los pedidos enviados y gestiono los nuevos que han entrado para que los chicos de almacén los tramiten cuando lleguen.
10:00- Entra el resto de la plantilla, por delante tenemos cuatro horas continuadas de preparar pedidos y atender al público.
11:45- Parada de almuerzo. Descanso de 15', aprovecho para saborear la fruta que me he traído para almorzar.
14:00- Cerramos para comer. Hago caja y termino algún que otro fleco antes de salir hacia casa.
14:30- Salgo del trabajo.
14:40- Espero en el andén a que pase el primer tren hacia el centro.
14:50- Bajo del tren y me voy al metro; si llega rápido, tendré suerte y podré coger el bus de menos diez.
15:00- Va a ser que hoy no, tendré que irme en el siguiente.
15:10- Salimos hacia el Escorial. Aprovecho para continuar con mi lectura.
15:50- Llegamos a mi parada. Bajo y compro el pan antes de subir a casa.
16:00- Llego a casa, caliento la comida y preparo la mesa. Como.
16:40- Termino de comer; con suerte puedo sentarme 10 minutos a tomar un café en el sofá antes de comenzar la vorágine de la tarde.
Hasta la hora de bajarme al poli a desfogarme, realizo diferentes tareas según el día. En ocasiones toca hacer la compra; otras, limpiar o sacar a pasear a mis padres. Pobres si me oyeran pondrían el grito en el cielo.
20:00- Llego a casa del polideportivo y comienzo a preparar la cena. En casa somos de cenar pronto; me gusta irme a la cama con la digestión ya hecha, creo que se descansa mucho mejor.
21:00- Nos sentamos en el sofá a ver alguna película, o serie o deporte... Lo que apetezca y echen en ese momento.
22:30- Mi hijo se va a acostar y aprovecho para prepararme la ropa del día siguiente. Hasta la hora de acostarnos, ponemos alguna serie o peli apta para adultos. No, no he dicho cine para adultos, me refiero a aquellas para 16 años o más ¿Qué os creíais?
23:15- Nos vamos a dormir, cerrando así otro día atados y sujetos a un horario. Horario que, por otro lado, nos mantiene activos y con la sensación de ser útiles, porque las rutinas nos vienen bien, a niños y a mayores, nos ayudan a ordenar nuestra mente y nuestro cuerpo.
Y, seamos sinceros, sin horarios ni rutinas pierde sentido la frase: llegaré tarde.
Olga Gallego


El día había amanecido grisote, aunque todas las predicciones aseguraban que a mitad de la mañana se abrirían claros.
El alma de Juan estaba igual que el día, pero más gris. Su amigo desde la infancia acababa de morir y hoy era su entierro.
Se habían conocido con babi y repeinados por sus madres en un parvulario de monjitas, y, desde que les habían puesto juntos en la fila y cogidos de la mano entraron en el cole por primera vez, no se había separado, salvo los veranos en los que a uno lo llevaban a Almería y al otro, a Santander.
Crecieron aprendiendo a vivir. Gonzalo era mucho más observador; le gustaban los colores, el viento, la música, comer bien, y en cuanto crecieron y tenían paga la ahorraba para, con un bocadillo, irse a recorrer los pueblos de la sierra. Gonzalo era el que siempre sugería los planes, Juan iba de comparsa y siempre, pero siempre, llegaba tarde. De niños, era porque su madre no le había dado el desayuno, porque había tenido que ir a hacer un recado, porque el perro había tardado en hacer sus cosas… En fin, un rosario de excusas que Gonzalo aceptaba, pero el resto de los amigos, no.
Se casaron más o menos a la par, con dos chicas del barrio amigas entre sí. Vivían felices y acomodados a sus costumbres. No pedían más.
Gonzalo murió de un infarto sin esperarlo, Juan sintió una auténtica conmoción; no entendía muy bien no tener al guía que le había llevado por la vida. Se empezó a fijar en los colores de los ramos que estaban en las otras tumbas; notó el viento en la cara, el calor de los amigos en el dolor, la mano de su mujer sobre la suya…Empezó a vivir por sí mismo y, volviéndose hacia la tumba de su amigo, le dijo bajito: “Estate tranquilo, que iré a verte, pero llegaré tarde.”
Encarna Bas






miércoles, 17 de abril de 2019

¿POR QUÉ NO VENÍS?


¿Por qué no vinisteis?, por Gloria Gallego

Se cayó el único balconcillo que quedaba en el ayuntamiento, una casa de piedra en la plaza con el escudo encima de la puerta.
La plaza había sido el centro de reuniones de todos nosotros, fiestas, cines de verano, comidas y cenas de vecinos, fiestas de bienvenidas y despedidas.
Cuando llegaba el verano, llegaban los primeros coches de la capital, los hijos de los Mendoza, de los Gaona, de los Guerrero, coches resplandecientes que iban creciendo cada año igual que todos nosotros. Los coches ocupaban la plaza y eran el escaparate y la envidia de los que estábamos en el pueblo. Los vecinos contaban historias alrededor de esos coches con el maletero abierto y el radiocasete encendido. Historias de pisos con ascensor y comida envasada, de comprar tomates en invierno, de abrir las ventanas por la calefacción, de autobuses que recorren las ciudades, de parques para que los niños jugaran, historias del futuro.
Yo escuchaba e imaginaba la llegada de ese futuro a Guarnecilla del Monte, nuestro pueblo.
La pandilla de verano y sus historias se han mantenido en mi memoria estos últimos años. Fuimos los últimos niños del pueblo.
Historias de risas, cenas en el monte, quedar en la plaza para jugar a la pelota cuando sacábamos las sillas al fresco y todos vivíamos en la plaza.
Recuerdo el invierno que murieron los hermanos Pimentel, la viuda de González, el primo Martín, y el tío Eusebio. Llegó mi primo mayor con una gran furgoneta y varios hombres vaciaron la casa del tío, cuando se fueron dejaron la puerta abierta. Durante meses, usamos la casa para jugar al escondite hasta que, cuando el tejado se vino abajo, nos prohibieron pasar. Taparon la puerta con maderas; desde las calle, a través de las ventanas, podíamos ver el cielo.
La tiendecilla cerró; el teléfono funcionaba un día a la semana. Dejamos de ver la televisión cuando la última tormenta se llevó la antena.
Por entonces, todo había cambiado y llegaron las fiestas.
- ¿Por qué no vinisteis ese verano?
Yo seguía esperando ese futuro. Y pasé algunos años ayudando a mi madre cosiendo mantas. Nos sentábamos en el brasero y yo le contaba mis planes para cuando llegaran los autobuses, el supermercado, la tienda de muebles y la perfumería. Venía una vez al mes un señor que recogía las mantas. Pero cuando mi madre enfermó dejó de venir, y cuando falleció, pasé yo a ocuparme de la casa.
Hoy he pasado el día mirando ese hueco en la fachada, ese hueco donde había un balcón, ese balcón que había resistido.
Los cascotes y ladrillos del balconcillo seguirán tirados en mitad de la plaza, nadie los recogerá.
Porque, detrás de un pueblo abandonado, hay una persona con una historia y una ilusión.
Por Marisa Bono:
Lo pienso, lo pienso y no paro de pensarlo, pero siempre a destiempo, bien antes bien después, pero nunca en el momento preciso en que debo acordarme de decirlo y ante las personas adecuadas. Por lo tanto, ahora que aún falta una semana, lo mejor que puedo hacer es anotarlo, así no me quedará más remedio que tener que decirlo a las personas y en el momento justo.
Nos veo allí. Lo tengo todo repensado, salimos de casa el sabadito por la mañana, a las once, por ejemplo. Llegamos allí a las doce, hacemos el reparto de habitaciones, cotilleamos un poco por todas ellas, comprobando cuáles tienen las mejores vistas, dejamos las maletas, y las deshacemos un poco, sacando las cosas de aseo y colocándolas en las repisas del baño, tocamos la calefacción y el agua caliente asegurándonos de que funcione. Después de esta primera toma de contacto, un mini paseo por la montaña y de cabeza al bar para el aperitivo, para hacer tiempo por si alguien no ha podido venir en la primera convocatoria porque haya tenido que trabajar y llega un poco más tarde.
Cuando el grupo esté al completo, al comedor, unas risas a cuenta del rancho, del mobiliario pasado de moda, del olorcillo ligeramente a rancio como de coliflor hervida, y de la estupenda ubicación; la comidilla, el vino, la sobremesa… Y, al terminar, de nuevo al bar para el café, para que nos despeje un poco y podamos dar un paseo más extenso por el incomparable entorno que nos rodea, sin muchas pretensiones el paseo o en varios grupos si fuera necesario, dependiendo del grado de dificultad, ya que, como todas sabemos, hay personas más preparadas que otras. En el camino de regreso, y ya casi llegando, un caldito en Venta Arias, tan calentito y reconfortante.
De regreso, una ducha calentita y un cambio de ropa para la cena… O no.
Nos veo allí en invierno, bien abrigaditas, paseando por la nieve y tirándonos algunas bolas, con el anorak de plumas, las botas de montaña, los guantes forrados de borreguito, el gorro de lana, la bufanda de forro polar..., disfrutando del frío en la cara y del caldito caliente.
Nos veo allí en primavera, sentadas en la terraza exterior tomando una cerveza después del paseo, en manga corta, embadurnadas de crema solar con protección factor 50, paseando por el bosque con todos los árboles, matojos y flores llenos de brotes de colores verdes brillantes.
Nos veo allí en otoño, admirando la maravilla de los colores ocres de esa magnífica estación, el crujido de las hojas cuando las pisemos durante el paseo. Saboreando por la noche la copa y por qué no, un cigarrillo, durante el objetivo de la excursión.
Si, realmente nos veo allí el sábado por la noche, sentadas alrededor de la mesa con una copa en las manos, o con un café o infusión, que ya sabemos que hay gustos para todo; haciendo lo que habíamos ido a hacer, el objetivo principal de la excursión: leyendo en voz alta el tema elegido para esta cita, haciéndonos el selfie.
Por la mañana, el domingo, nos levantamos sin prisa, desayunamos y tenemos la mañana a nuestra disposición y elección, y, a la hora de comer, cada una en su casa, con la certeza de haber pasado un buen rato haciendo lo mismo, pero de otra manera.
Pero ahora que por fin ya lo he dicho, ¿por qué no celebramos alguna reunión en Navacerrada? ¿Por qué no vamos? ¿Por qué no venís?

Por Encarna Bas
Un cumpleaños infantil. La habitación llena de banderitas de colores y globos. Los niños vestidos para la ocasión, ellas con trajecitos de nido de abeja y lazos en el pelo, ellos con pantalones cortos y algunos estrenando zapatos.
La mesa era una explosión de color. Había dos platos de cada cosa estratégicamente colocados cada uno en un extremo de la mesa, medias noches, tortilla de patata, ganchitos, patatas fritas…y chuches de todos los tamaños y colores. Bebidas de naranja, limón, cola y agua. Servilletas con los personajes de la tele, en fin, todo muy cuidado.
Los padres del homenajeado se ocupaban de los niños, procurando que incluso los más tímidos estuvieran a gusto.
Había una pequeña rifa en la que, por arte de magia, a cada participante le tocaba un juguete. Todo eran risas, juegos, carreras y manchas.
Fue transcurriendo la tarde y empezaron a llegar los padres de los niños a recogerlos.
¿Has sido bueno? ¿Habrás dado poca guerra? y más bajito dirigido solo al niño ¿has hecho pis?
Todos los padres parecían muy amigos y agradecidos. Juan no veía a los suyos, claro era domingo, y ese día la familia se reunía, comían juntos, iban al cine juntos, y cenaban juntos, no había espacio para nadie que no fuera de aquel pequeño clan. Ni un fiebrón ni una alegría ajena a ellos hacia modificar el plan, y eso a Juan se le había olvidado. Todavía tenía la esperanza de verlos aparecer y ser como los demás.
Pero no, sonó el timbre de la puerta y apareció una de las chicas que trabajaba en la casa. Le abrigó, dio las gracias y cogiéndole de la mano salieron a la calle. Hacia frío, pero el frío de Juan era peor, y en su cabeza retumbaba la frase ¿Por qué no venís?

Claire Tarbet
Paul logró mover la cabeza ligeramente y miró a su esposa, Eva, que todavía estaba durmiendo profundamente. Incluso mientras dormía, su ceño fruncido no desaparecía. Como había hecho tantas veces en estos últimos cinco años, se preguntó cuántos días tendrían juntos. La observaba mientras ella se daba la vuelta, como ahuecaba la almohada para su comodidad y su espeso cabello negro cubría su moreno rostro. Él suspiró. Habían estado juntos durante casi veinte años. Él sonrió recordando ese primer día.
Había estado trabajando en una obra en construcción en Canary Wharf. Se encontraba en los viejos muelles de Londres, en la Isla de los Perros, una pequeña península en el río Támesis. El área fue una vez el coto de caza de Enrique VIII, quien fue conocido por estar siempre acompañado por un gran grupo de perros. Paul lo había descubierto en uno de los numerosos documentales que había visto en los últimos años desde su silla de ruedas. La isla pronto se convertiría en el nuevo centro de negocios de lujo de la ciudad, con brillantes rascacielos de vidrio y metal con elegantes restaurantes y bares de copas para más de cien mil empleados.
Pero, en aquel entonces, estaba lleno de altas grúas y hormigoneras. Un par de los nuevos edificios de oficinas ya estaban en pie y en pleno funcionamiento. Uno tenía cuarenta y cinco pisos de altura con ascensores que corrían por los lados del edificio como enormes arañas de cristal. El otro era mucho más pequeño pero desde el punto de vista de Paul, mucho más atractivo por su forma redondeada y ventanas de color cobre. Allí trabajaba ella. El había estado admirando la fachada y los rayos del sol reflejados en las ventanas, dando al edificio un brillo de color naranja quemado cuando vio a dos chicas apoyadas en una ventana  del tercer piso. Paul se volvió hacia su compañero de trabajo Darren y le dijo: "Mira a esas dos". Darren lo desafió, "¿por qué no les invitas a salir?". Paul dudó un instante pero, finalmente, decidió saludarlas. Las dos chicas le devolvieron el saludo pero para su decepción desaparecieron.
Paul y Darren continuaron con su laborioso trabajo como albañiles y, aproximadamente dos horas después, una voz con un acento inusual detrás de ellos preguntó: "vamos a ir a tomar algo, ¿por qué no venís?".
Ana Donate
¿Por qué no venís?
Hola grupo, buenas tardes. ¿Por qué no venís? Es nuestro tema de escritura de este mes, y me parece bastante complicado. Os preguntaréis por qué, pues muy sencillo, tengo la mente en blanco, y cuando consigo activarla, me parece que todo lo que se me ocurre, que dicho sea de paso no es mucho, me parece triste, siempre acaba teniendo un final sin felicidad.
Lo intentaré de nuevo, por si la inspiración viene mejor y más animada.
Necesito ayuda para poder escribir algo bonito e interesante a la vez y que no aburra al personal que me escucha. Las energías del universo se han olvidado de mí y me han abandonado, y yo me pregunto ¿por qué no venís?, por qué no acuden en mi ayuda los hados, estarán tomándose un tiempo de descanso, somos muchos los que recurrimos a ellos.
Sigo necesitando ayuda; se me ocurre recurrir a los amigos y dicen que no se les ocurre nada que poder decirme para que pueda salir del apuro de escritura en el que me encuentro, y vuelve a mi cabeza ¿Por qué no venís?
Pienso para mí, relájate, ten un momento contigo a solas, medita acerca del tema que debes escribir, verás cómo se te ocurre algo, y, si al fin viene una gran idea, amigas escribientes y oyentes ¿Por qué no venís?
Si yo sé que acudiréis en mi ayuda, y siempre la misma pregunta: ¿Por qué no venís?
Olga Gallego
Era su cumpleaños. Un soleado día de verano, caluroso pero no asfixiante, de esos que a la caída de la tarde se agradece la compañía y una cerveza fresquita en la terraza. Eso fue lo que la animó. Llamaron sus padres, ancianos ya pero en buen estado de salud.
-¡Felicidades, hija!
- Ay, gracias. No, no voy a hacer nada. Pasaos por casa esta tarde y nos tomamos algo fresquito en la terraza.
Le felicitaron sus alumnas, ¡gracias, chicas! Pasaos por casa esta tarde y nos tomamos algo fresquito en la terraza.
Le felicitaron sus amigas, ¡gracias, gracias! Sí, otro año… Jejeje. Pasaos por casa esta tarde y os invito a algo fresquito.
Sus amigas de la facultad... ¡Hola! Sí, sí, gracias. Pasaos por casa a tomar algo. Sí, a partir de las nueve.
Sus vecinos... Gracias, venid a tomar algo a casa.
Sus hermanos, sus sobrinos, su cuñado... Gracias, gracias. Pasaos por casa a eso de la nueve y nos tomamos algo fresquito en la terraza.
Según iba pasando el día aumentaban los invitados, creo que se le fue de las manos... Más de 50 personas se congregaron un martes por la tarde-noche en su casa, un pequeño ático en el barrio de la Arganzuela, en Madrid.
Era su cumpleaños. Un soleado día de verano, caluroso pero no asfixiante, de esos que a la caída de la tarde se agradece la compañía y una cerveza fresquita en la terraza. Eso fue lo que la animó. Mientras tomaba café pensó que iría a la tienda de caramelos Paco a comprar unas guirnaldas y farolillos para decorar la terraza. Podía comprar hielos e improvisar una nevera con el cesto de la ropa sucia, así tendría cerveza fría para todos en todo momento. Ah, también vino, un buen vino blanco. Y para comer... Compraría unas empanadas y unas tortillas en el asador de pollos, igual hasta podría encargar una paella pequeña. Sacaría a la terraza el humidificador, así le daría un ambiente más fresco y agradable. 
Ya tenía todo planeado, solo faltaban los invitados. Su plan era que, según le fueran llamando los iría invitando, así como algo improvisado. A las dos de la tarde, solo le habían llamado su madre y su hermana, que viven en otra ciudad, a 200 km! Agradecieron la invitación pero resultaba complicado que asistieran. A las seis de la tarde, le habían llamado tres amigas más, todas ellas de vacaciones en la playa, lamentaban no poder asistir. Colgaron con la promesa de que se tomarían una en cuanto volvieran. A las diez de la noche estaba sentada en la terraza comiendo paella con una copa de vino. Le llegaba el ruido del ático de enfrente, ¡eso sí era una fiesta! Al menos cincuenta personas estaban allí, con música, pero sin farolillos ni guirnaldas. Miró a su alrededor y no se lo pensó dos veces, cogió la botella de vino y la paella (la tortilla y la empanada podrían comerse otro día). Cruzó la calle y se unió a la fiesta.


EL SILENCIO

EL SILENCIO, Encarna Bas Empezaba a hacer fresquete, cambiábamos de estación y parecía ayer que sacábamos la ropa de verano. Vacié...